Dos niños y un destino que los une

Miguel Ángel y Francisco se criaron juntos en el Zapillo

Francisco Aguilar y Miguel Ángel Flores.
Francisco Aguilar y Miguel Ángel Flores. La Voz
Eduardo de Vicente
20:30 • 09 jul. 2022

La vida se empeñaba en separarlos, mientras el destino iba tejiendo sus redes para unirlos. Miguel Ángel Flores Sánchez y Francisco Aguilar Cantudo forjaron una fiel amistad desde niños, cuando saltaban y se escondían en las boqueras del Zapillo, cuando trepaban por los árboles buscando pajarillos, cuando conquistaban los solares de una vega derrotada para instalar su campo de fútbol.



En aquellas tardes frente a la playa, en aquellos anocheceres entre bancales, se fue gestando una amistad que ni el tiempo, ni la distancia pudieron doblegar. Entre los dos nació una complicidad eterna. Después pasaron los años y cada uno tuvo que tomar un camino distinto para labrarse un porvenir. Miguel Ángel  se fue a Cataluña, donde su padre, médico de profesión, fue destinado, mientras que Francisco soñaba con tener  un camión propio y recorrer el mundo llevando mercancía.



Pasó el tiempo y la amistad seguía latente, como una corriente silenciosa que los recorría sin dar ninguna señal. Dejaron de verse y perdieron el contacto, uno en el norte y otro en el sur. Un día, cuando Miguel Ángel, convertido ya en policía nacional estaba en la cola del cine Callao de Madrid, al echar la vista atrás se encontró con  una cara que inmediatamente le trajo el perfume de la infancia y lo hizo retroceder veinte años atrás. Era su amigo Paco, el de Almería, el hijo del encofrador, el príncipe de las boqueras. Se miraron y nos le hizo falta ninguna pregunta. 



Aunque pase el tiempo, las caras de los amigos de la niñez nunca se olvidan porque conservan siempre el alma de cada uno, esa esencia que es la que se queda grabada a fuego en la memoria sentimental de un niño. Se miraron, se abrazaron y se preguntaron qué hacían allí. Miguel Ángel le explicó que era policía y Francisco, sorprendido por la coincidencia, le contó que él había ido a Madrid con el mismo objetivo, a ingresar en la academia. No se habían vuelto a ver desde niños, no se habían cruzado una carta ni una llamada por teléfono, pero el destino los unió en una cola de un cine de Madrid. Aquella escena les era familiar, la habían vivido otras veces cuando los domingos por la tarde esperaban el turno para entrar en las sesiones del cine Bahía, cuando el barrio entero se revolucionaba con una película de pistoleros, cuando después de salir del cine se iban por los descampados, agarraban dos cañas y jugaban a los forajidos. Veinte años después se encontraban en el otro lado de la balanza, uno vestido de policía y el otro a punto de serlo. Desde ese momento entendieron que no podían volver a distanciarse, que aunque la vida siguiera separándolos después, estaban obligados al reencuentro como una penitencia que le imponía el destino. Desde ese día se encontraron cada vez que uno subía al norte y otro se acercaba al sur. Miguel Ángel tuvo una larga carrera en el cuerpo de antidisturbios: pasó por Madrid, Olot, Girona hasta que encontró su sitio en Portbou. Francisco también vio cumplida su aspiración y acabó vistiendo de uniforme, aunque no llegó a hacer carrera en el cuerpo ya que sufrió un expediente y fue expulsado mientras dormía en horas de guardia.



Hace unos días han vuelto a coincidir. Lo han hecho en el escenario donde fueron felices tantas veces, en el Zapillo, frente a la tapia de las antiguas viviendas de Sevillana, en la Avenida Alhambra, donde tocaban la batería en un viejo bidón de gasolina que durante años permaneció varado en la boquera. Han vuelto al mismo lugar, con una pelota en la mano, la pelota que tanto los unía en las horas robadas al colegio.



Han vuelto a ser niños y a recordar aquellos años en los que todo estaba por hacer, la vida y el barrio. Miguel Ángel se ha acordado de su padre, el médico José Miguel Flores Hernández, que tanto empeño tenía en que su hijo siguiera sus pasos, y Francisco del suyo, aquel humilde encofrador del pueblo jiennense de Andújar que en 1963 vino destinado a Almería para trabajar en las obras del alcantarillado. Cuánto hubieran dado sus padres porque los niños hubieran hecho carrera.



Mientras los dos amigos paseaban por las calles del Zapillo, saludando a los viejos amigos, a los pocos que quedan, iban rescatando los viejos recuerdos: la vaquería donde compraban la leche recién ordeñada, el camino por el que se fugaban hacia el río...




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