De los enterradores de Ofelia a los cómicos de Almería

Va de ese cómico, que no es un señor gracioso que despierta a su amada o amado con verborrea

La Edad Media, con sus juglares y también sus bufones construyó una imagen infantil y excéntrica de la figura del cómico.
La Edad Media, con sus juglares y también sus bufones construyó una imagen infantil y excéntrica de la figura del cómico. La Voz
Juan Antonio Cortés
20:10 • 02 may. 2022 / actualizado a las 20:50 • 02 may. 2022

Cuando en 1817 la RAE reconoce por primera vez qué es un payaso se aprecian con nitidez las intrahistorias de tipos como el Lancelot Gobbo de Shakespeare en El mercader de Venecia. O del gracioso Mengo en Fuenteovejuna (Lope de Vega). O del Catalinón de Tirso de Molina en El burlador de Sevilla. O del Clarín de Calderón de la Barca en La vida es sueño. 



 “El que en los volatines y fiestas semejantes hace el papel de gracioso con ademanes, trajes y gestos ridículos”, decía la RAE. Y se quedó tan pancha. La Edad Media, con sus juglares y también sus bufones construyó una imagen infantil y excéntrica de la figura del cómico, mas la literatura del siglo de oro español, los reyes y príncipes y sirvientes de Shakespeare y la comedia del pueblo italiana sublimó el humor con guiones hechos para la eternidad.  



No va este relato de payasos, respetables gentes de las que hablaremos la semana que viene. Va de actores que hacen comedia. O sea, comediantes. Va de ese cómico -el de siempre, el de hoy-, que no es un señor gracioso que despierta a su amada o amado con verborrea chistosa y cara grotesca. Y, aunque Pepe Céspedes suele retorcer las palabras incluso cuando pregunta por el AVE, es un ejercicio natural de rebeldía y supervivencia, un instinto básico que hunde sus raíces en el surrealismo profundo del barrio.



 



Juego almeriense



Sí, porque el juego almeriense de sacar punta al viejo dialecto de hace mil años de San Millán de la Cogolla no deja de ser lo mismo que hizo el copista monacal cuando, saltándose la norma y la convención, decide distraer la traducción del códice latino y anotar aclaraciones con frases del otro pueblo, el suyo, el de los romances. Vamos, que, en el caso que nos trae, se trata de retorcer lo aparente para encontrar en la atmósfera de la calle, en el almeriensismo subyacente, un buen uso de la risa, reírnos de lo que somos y hacemos y convertir un rosario de sufijos y exclamaciones y contracciones tan nuestras en una especie de Códice Almeriense o romance indaliano que huye del Español oficial como los monjes huyeron del Latín. Y, claro, San Millán es, hoy, la galaxia de Internet, que todo lo toca y todo lo enfanga. 



Tampoco el cómico es un siervo que provoca carcajadas al rey. Que no, que Paco Calavera no es Trínculo, el bufón borracho y sin honor que sirve a Alonso, el rey de Nápoles en La tempestad. Ideología al margen, ni él ni Kikín ni Alvarito son esclavos del poder dispuestos a hacer la gracia para alcanzar reconocimiento social. No son bufones de la Grecia antigua o de los castillos medievales o del alcalde de turno, obligados a provocarle una buena digestión a los comensales de la corte. Su trabajo es afilar la lengua, hasta la exageración o hipérbole, de tal modo que cada dicho y cada gesto sean una divertida y lacónica crítica social, pero con la piedad necesaria para no traspasar la frontera de la humillación. Y no solo eso: sean también el corpus de algo tan sano como reírnos de nuestra sombra haciéndole saber que no es acreedora de lástima, sino de gracia. 



Cómicos almerienses Sí son los cómicos almerienses lo minmitico que aquellos sepultureros de Ofelia en el Hamlet de nuestras vidas (“No ves que las casas que él hace duran hasta el día del juicio”). Lo son, porque saben asumir el dignísimo oficio de hacer reír en las circunstancias más adversas y son capaces de levantar una ocurrencia hasta en el día más gris. El humor, como el amor, como el ágape cristiano, está muy presente siempre en las despedidas. En cierto modo, los cómicos son sepultureros de la tristeza cotidiana, esa compañera de viaje que sube y baja en las estaciones más inesperadas. Ellos saben que, dice la psicología moderna, son terapia para el ánimo . O lo que es lo mismo: medicus que combaten contra el tan postmoderno spleen de Baudelaire. Conticoneso, la traducción más almeriense es el pasotismo del ennortao. 


Leí hace días La tempestad. Volví a Shakespeare porque es el cielo de las letras y sabe interpretar como nadie la tragicomedia que todos llevamos dentro. Regresé a los cómicos del Códice almeriensista porque han sabido desacomplejar lo nuestro con pinta de oficinistas de polígono industrial que no tienen tiempo para ir a zumba: el eufemismo da regomello, qué leches. Y todo, para evitar ser abducido por Putin; por el coronavirus silenciado que mata pero del que ya nadie habla;  por el petróleo subvencionado que baja pero no baja; por la torrija que atiza a esta sociedad almeriense, a veces, durmiente: qué más da el Ave, si ya está el Talgo…; por el extremismo y el populismo barato, cateto e intelectualmente famélico, de soluciones sencillas y casi mágicas, que llenan de vacío e insustancialidad la política; por el periodismo apocalípitico que quiere contar lo último sin caer en contar lo bueno -y contarlo bien- y al que solo interesa que un hombre muerda a un perro. 


No sabía Ofelia qué debía pensar. Ni siquiera fue libre en eso. Pobre criatura danesa. ¡Hay tantas Ofelias (y Ofelios) hoy (…) deseosos de libertad! Mientras eso pasa, si pasa, queda echar una pechá de reír en alguna noche de comedia en cualquier antro de la provincia. Almeriense, claro. 



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