La rebelión contra el Señor Párkinson: tres historias de esperanza

El sueño de ganarle tiempo a un señor muy constante

Juan Antonio Cortés
08:58 • 12 abr. 2022

Hay algo más de tres kilómetros desde la calle Navarro Rodrigo al pórtico nuevo del Hospital de Torrecárdenas. El Lunes Santo nos ha reconciliado con la primavera. El sol aprieta, atosiga. Son las 11:30 de la mañana, pega una manga corta y solo nos acompaña una grabadora en el camino. Y una vieja bicicleta. Se detiene el ciclista en la intransigencia de la cuesta -puff, el Col del McPapa-, pero un pensamiento le asalta: ¡Y si su mano izquierda fallara! ¡Y si le faltan las fuerzas para sostener el manillar! Es el Día del Párkinson y, mientras la mente conspira, el carril-bici se empina y alcanza su cima. 



 



Ahora se oye el zumbido del agua. Armonioso, el bullicio. Y alrededor de la plaza que antecede al pórtico, un ágora, el sitio donde la muerte persigue a la vida. Por allí, un padre baja la escalinata. Lleva una canastilla colgada. Detrás, una madre sonriente -mofletes rosados- y una manta azul: savia que nace. Y a escasos cinco metros, nerviosa, María González, 58 años, técnico de Educación Infantil, la mujer que lidera APAL, la Asociación Párkinson Almería, que echó a rodar en 2018 -desde 2020 en la FAAM-. “Aunque no guste celebrar, es necesario. Queremos que salgan las estadísticas oficiales porque ayudará mucho a la investigación”, enfatiza. 



Una mañana de hace 16 años, asustada por sus compañeras de trabajo, María no abrió la puerta de la guardería como hacía cada jornada laboral. “Lo detectan más bien los que están a tu alrededor. Mis compañeras de trabajo empezaron a decirme: Oye, María, no utilizas la mano izquierda, y a preguntar por qué la llevaba siempre encogida... La mano izquierda no la movía”, recuerda.



 



Acompañada por su hermana, cruzó un umbral inesperado. Una sala de estar estrecha, miradas cruzadas de historias conexas, una enfermera que entra y sale como si todo fuera ayer. Y zas: “Cuando te detectan la enfermedad, te pegan un palo que no veas. El párkinson lo relacionas con una silla de ruedas. Luego reaccionas, pero no te lo crees. Y piensas que el médico se ha equivocado. Entonces, fui a Pamplona y a Murcia, pero mi párkinson era de libro. Solo quedaba asimilarlo y vivir con él”, infiere. 



 



María debía volver a casa. Sabía que las lloriqueras de los niños eran ya pretérito, pero no era eso lo que más le dolía: “Comunicarlo a la familia fue muy duro. Sobre todo, a mi mi madre. Eso me costó mucho. Lo que más me ha costado en este mundo. Todavía me produce emoción pensarlo”. María se altera. Algunas palabras se esconden tras el recuerdo. A veces le falla la pronunciación. Mas no pierde el semblante de hidalguía, esa nobleza valiente que contagia a primera vista.  

 

78 años tiene María. Otra María: pelo blanco, andador, lentos pasos. Hace diez años le diagnosticaron la enfermedad. “Al principio no lo noté mucho, pero tengo muchas caídas. Y eso me ha complicado la vida”, admite. En casa puede hacer poco, se lamenta, aunque reconoce que tiene ayuda de su familia: hijos, hermanos, amigos. Son las doce de la mañana y alguien la lleva del brazo: “Ahora me han operado de la columna (ya va dos veces), y llevo un tiempo sin ir por la asociación. Ha sido una recuperación muy lenta y muy dolorosa. Antes iba y hablabas con gente. Los problemas son parecidos...”, confiesa. A María le cuesta mantenerse en pie. Ha pedido un taxi. “Adiós, María”, grita el ciclista al cruzarse con ella. Retuerce la visa y sonríe. 

  

Francisco Rubira, 74 años, tiene una muy buena apariencia. Asegura que ahora mismo firmaría donde fuera seguir como está. No era lo mismo que pensaba cuando hace cinco años, ya jubilado, le asestaron el palo: “En una de las visitas que hice con mi hija al neurólogo para acompañarla, nada más verme me dijo lo que tenía”. Francisco suelta su mensaje como si nada, pero su historia tuvo un principio. Y unos indicios. Y unas sospechas. Y tardes en donde el miedo era pura tiranía: “Yo ya venía observando desde hace 8 o 10 años algo. Notaba temblores, que la pronunciación no era perfecta. Y lo dejé”. Y no fue al médico. Mira Francisco, impertérrito, a los ojos. Serio, comprometido con APAL. Su sostén es la familia. Ahí encuentra su nido protector: “Lo primero que pienso al llegar a casa es que tengo una familia que vale un imperio. Sin ellos, no hubiera sido fácil poder subsistir decentemente”, se sincera.

 

Murmura el agua en sus ensoñaciones. En la plaza, cuatro zagalandrones esperan sin desesperar. María González despide al rosario de políticos que han asomado la cabeza para apoyar a APAL. En una silla de ruedas, una sacudida. Pies que se arrastran, al otro lado. Músculos rígidos, habla sin inflexiones. Y rostros atrevidos. Andar audaz. Intrépidas amistades. El sueño de ganarle tiempo a un señor muy constante. Y puñetero, suelta alguien. Frente a la tozudez del Señor Párkinson, el doctor Jesús Olivares recomienda porfía. El neurólogo es el alma de las familias. Es examinado como un adalid. A las doce y cuarto, envuelto en abrazos, sube las escaleras. En la consulta, tal vez, alguna María. O algún Francisco.  


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