La aldea almeriense que se la tragó la arena

Hubo una vez una fértil vega llamada Mazarrulleque cuyos labradores huyeron despavoridos

Dolores Tijeras y Francisco Amate, los últimos de Mazarrulleque. Debajo, sus descendientes sobre los vestigios de la aldea.
Dolores Tijeras y Francisco Amate, los últimos de Mazarrulleque. Debajo, sus descendientes sobre los vestigios de la aldea.
Manuel León
23:06 • 29 ene. 2022

Cada mañana, tras el tazón de cebada del desayuno, Francisco Amate, un hortelano de la vega de Rambla Morales, se empleaba a fondo  con la pala para retirar una montaña de arena del terrao de su cortijo. Lo hizo durante años y décadas, durante todo ese tiempo que vivió en Mazarrulleque, su santuario, su aldea, como el Zihuatanejo  de Tim Robbins en Cadena perpetua, con el que soñaba cada una de sus noches de emigrante en La Argentina, cuando caía rendido en el catre después de una dura jornada desbrozando matojos para abrir carreteras; lo hizo, porque no quería marcharse nunca de esa tierra, de su tierra, al contrario de lo que habían ido haciendo  lentamente todos sus vecinos, como lo hicieron los protagonistas de Las Uvas de la Ira, en la América de la Gran Depresión. 



Francisco Amate Gálvez (Mazarrulleque, 1892- Mazarrulleque, 1959) hizo como aquel Juan Díaz, el último de Benínar, que lo tuvo que sacar de su casa la Guardia Civil porque ya rugía el agua llegando al pantano. Solo que a Francisco no lo sacó nadie, cuando salió fue con los pies por delante. 



Y tenía una explicación: Francisco Amate se fue joven a trabajar a La Argentina, a reunir unos duros con los que comprarse un cortijo. Cuando volvió, la novia que creía que lo esperaba se había casado con otro. Entonces se enlazó con Dolores Tijeras y se compró la hacienda soñada en la aldea de sus antepasados, que después fue ampliando con otro cortijo, el de Los Arcos y puso tomateras y pimientos y patatas en una finca de 14 hectáreas y levantó con sus manos las cuadras para las caballerías, los corrales para las gallinas y las chiqueras para criar cerdos. Todo con sus manos, las manos de Francisco. ¡Cómo se iba a ir de su casa!, aunque tuviera que coger toda la arena del mundo, esa arena que tanta desgracia había traído, esa arena que motivó el éxodo de todos sus vecinos, la misma arena por la que iba a cabalgar ante el mundo Lawrence de Arabia a lomos de camello unos años después.



Pero antes del maleficio de las  lluvias de tierra, el Mazarrulleque, en los confines del municipio de Almería, en el alféizar del Cabo de Gata, era uno de los poblados más fértiles de la comarca, donde llegaron a convivir más de un centenar de vecinos labradores apellidados Tijeras, Bonachera, Morales, Sedano o Amate, como nuestro protagonista.



Francisco había aprendido a leer y escribir en sus tiempos en Buenos Aires y  cuando llegaba algún escrito del Ayuntamiento, algún edicto, alguna ordenanza, se ponía en el centro de la era de trillar a recitársela a sus vecinos para que se dieran por enterados. Y hacía las veces de juez de paz y alcalde pedáneo cuando había algún conflicto de lindes, que eran muchos, cuando había algún robo de gallinas o algún celemín menos de trigo en el granero. Él mismo tenía una vara para disuadir a los ladrones nocturnos de bancales de melones. Durante la Guerra organizaba los trueques cuando llegaban los pescadores de El Alquián con jureles y sardinas a cambiarlos por huevos frescos o pimientos de la vega.



  El paisaje de Mazarrulleque era entonces el de una Galilea almeriense, donde los hombres sembraban las hortalizas y las regaban con el agua que extraían de dos norias junto a un palmeral con ayuda de una vaca, mientras las mujeres amasaban y cocían el pan bíblico en un horno comunal. 



Arrancaban la cosecha y la llevaban en carros hasta Torremarcelo, una vieja venta en predios del terrateniente Fernando Rodríguez - hoy convertida en pastelería- donde el tío Manuel el Yerno despachaba chatos de vino, mientras Sebastián cargaba en la camioneta toda esa verdura gloriosa germinada en El Mazarrulleque para venderla en la alhóndiga de Almería. Todo eso lo recuerdan aún Manuel García y Antonio Amate, nietos del patriarca, como Pepe Gómez Amate, fundador de Verdiblanca, que en el plástico de uno de los invernaderos familiares que conserva tiene dibujado el plano del antiguo caserío de su abuelo. 



En Mazarrulleque, hasta  principios del siglo XX, llegó a haber más de un centenar de cortijos, cuando aún no existía Pujaire, y era el centro rural de esa comarca en la encrucijada de Almería y Níjar, junto a Ruescas, donde estaba la Venta Arriba y la Venta Abajo. Había economato donde se vendían desde lentejas hasta tabaco y hasta una pequeña escuela. El Padre Tapia documentó Mazarrulleque bajo la Sierra de Gata, junto a las lagunas de Rasa Chica y Rasa Grande, y frente a una albufera natural donde podían fondear hasta 200 navíos en tiempos de El Edrisi, antes de que La Chanca se convirtiera en el Puerto oficial del Califato.


Avanzaron los años y los siglos en esa tierra colorada donde germinó  por primera vez el antepasado del actual Raf y avanzaron también las dunas de la playa y los arrastres de la Rambla Morales que fueron tragándose las casas con lluvias de arena que los nativos de la aldea no podían detener por muchos cañizos y tarays que  sembraran como baluartes. La agonía fue lenta pero continua. En 1950 ya quedaban apenas 15 casas y se fueron marchando los últimos cortijeros a Barranquete, a Ruescas, a San Miguel y otros a Orán. Las casas quedaron sepultadas bajo el diluvio de arena de las dunas móviles en las que tantas películas se rodaron después y que desaparecieron por la fiebre de los invernaderos.


Los vecinos le llamaban a esa arena la tormenta de la alimilla (arenilla), que era como una plaga bíblica, y que hacía que todos los  aldeanos cerraran puertas y ventanas hasta que escampara. Ahí están aún, como esqueletos, los muñones semienterrados de todos esos cortijos del genuino Mazarrulleque- el de los Palenzuela, el del Aire, el de la Hacienda, el de Abajo, el de José Sedano y Juan Andújar- que fueron claudicando ante los chaparrones de arenisca de la playa del Charco en columnas de tierra de hasta  siete metros. Todos claudicaron menos aquel Francisco Amate que siguió allí, quitando montañas de tierra todos los días de la azotea de su cortijo, ese cortijo con el que tanto había soñado cuando dormía magullado del trabajo de emigrante en Argentina. Fue el último de Mazarrulleque, un territorio ahora conquistado por el plástico de los invernadero y por chozas de emigrantes que, como él, sueñan también con volver algún día a su tierra. 


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