Almería, quién te viera... (6): Mis tres mitades

Apreciar mis raíces del sureste español no sólo me ha ayudado a entender mejor mi país

Con mi esposa, Ana Westley, en Harvard Square en 1976-1977.
Con mi esposa, Ana Westley, en Harvard Square en 1976-1977. La Voz
J. A. Martínez Soler
20:59 • 18 ene. 2022

“Usted es judío como yo”. Así se dirigió a mi, en 1976, el profesor Raimundo Lida, cervantista argentino, que enseñaba El Quijote en la Universidad de Harvard. Sus palabras me trasladaron, de pronto, a mi infancia en Almería. 



Cuando los niños hacíamos alguna trastada, una vecina de mi calle nos gritaba, desgañitándose, y nos insultaba. “Judío, que eres un judío” , nos decía. Es cierto que, en el lenguaje común de los españoles, persisten aún algunos restos racistas contra los judíos: “No seas judío”, “esto es una judiada”, etc. También es verdad que, afortunadamente, cada vez menos. Salvo aquel vecino, nadie me había llamado judío hasta entonces. También, bajo la piel, nos quedan restos racistas contra los moros. No en el caso de que sean ricos.  






En 1976, el primer día de clase de un curso completo sobre El Quijote, el profesor Lida pidió a la docena de alumnos de post grado que nos identificáramos con nombre y lugar de origen. Al llegar mi turno dije: “Me llamo Martínez Soler y soy de Almería, España”. En ese momento, el primer cervantista vivo en aquel momento -con permiso de Martín de Riquer- exclamó, con una mezcla de sorpresa y alegría:



“¡Ah! Bienvenido. O sea que usted es judío como yo”. 



-”No lo sabía. Yo pensaba que solo era mitad moro y mitad cristiano. Ahora ya tengo mis tres mitades”, le repliqué.



Judío, moro y cristiano



Esbozó una sonrisa y me explicó entonces que Soler, el apellido de mi madre, de mi abuelo, bisabuelo y tatarabuelo procedía posiblemente de los judíos de Mallorca (conocidos como chuetas) desde donde se extendió por la costa del Levante peninsular. “Busque usted”, me dijo, “en las guías telefónicas de Tel Aviv o de Jerusalén o en sus cementerios. Allí encontrará varios Soler, sus familiares lejanos”.  




Desde aquel día leo sobre los judíos de España, y del mundo, con más curiosidad. Fui descubriendo retazos de esas tres mitades almerienses: judío, moro y cristiano. Cuanto más aprendí, más me encariñé con lo que descubría. Sólo se puede amar lo que se conoce. Presumo, no sin razón, de mis “tres mitades”, y estudio con más interés las obras de Américo Castro, maestro de mi maestro Juan Marichal, sobre su “Edad conflictiva” y la cultura medieval española, una y trina, con sus tres religiones monoteístas. 


También, más me subleva la injusticia tremenda, el racismo y el robo despiadado, contra los sefarditas, los judíos españoles, y contra los moriscos. Si la historia de Estados Unidos es, en gran parte, la historia de la esclavitud y del exterminio de los indígenas, la historia de España (de Sefarad y de Al Ándalus) es, a su vez, una historia de antisemitismo, antiislamismo y supervivencia. El disimulo, el arte de sobrevivir, la al takiyya de los árabes, siempre me ha interesado. 


Ritos secretos en la Alpujarra

He sabido, por ejemplo, que, durante siglos y hasta muy recientemente, algunos aparentes conversos al cristianismo, que vivieron en la Alpujarra almeriense, han mantenido, de generación en generación y en secreto, sus ritos originales hebreos o musulmanes. También me sorprendió saber que los dos sabios más grandes del mundo en el siglo XII, Averroes, musulmán, y Maimónides, hebreo, convivieron en Almería bajo el mismo techo en el cerro de los yemeníes, hoy de san Cristóbal.


Apreciar mis raíces del sureste español no sólo me ha ayudado a entender mejor mi país (sus virtudes y sus injusticias), mi Almería (¿dónde están las antiguas sinagogas y mezquitas?), a entablar amistades singulares (Zvi dor Ner o Jamil Mroue, por ejemplo), a conocer nuevos países, vistos con otros ojos, y a comprender mejor el mundo, con mayores dosis de tolerancia, esa palabra tan extranjera en España. Y todo ello, gracias al profesor Lida y a mi vecino racista.




En una ocasión, compartí viaje en tren con un viejo conocido, Emilio Quílez, desde Almería a Madrid. Le ofrecí medio bocata de jamón serrano y me lo rechazó cortésmente. Se disculpó diciéndome que se había convertido al Islam, a partir del momento en que descubrió que su apellido Quílez, leído al revés en un espejo, significaba “muslim”. Sus padres, abuelos y tatarabuelos siempre dijeron que su nombre debía leerse al revés. Conversión o expulsión. En ocasiones, también huían de la hoguera. 


Una colega norteamericana, de apellido Carvajal, busca sus raíces sefarditas por toda la península ibérica. Y las va encontrando. Por razones semejantes, mi amigo Selva, ya fallecido, se convirtió al judaísmo al descubrir sus orígenes hebreos. Mi colega Navarro, redactor de empresas en el semanario Doblón, que yo fundé en 1974, y en diario El País, también presumía de sus raíces hebreas. 




Cuando estalló la primera guerra del Golfo, tras la invasión de Kuwait por Sadam Husein, dictador de Irak, me dio por estudiar la lengua árabe, durante dos años, por si era capaz de entender algo de fuentes distintas de las occidentales. Acabó la guerra y no pude descifrar ningún titular de periódicos de Oriente Medio. 


Sin embargo, me emocionó poder cantar algo en árabe y escribir Almariyya, el nombre de la tierra que me vio nacer, de derecha a izquierda, en su lengua original cuando la ciudad fue fundada por Abderramán III en el siglo X. Desde entonces, miré la muralla del emir Jayrán, desde la ventana de mi cuarto en la calle Juan del Olmo, con otros ojos. Ojos judíos, moros y cristianos… ¿Por qué no? Aprendí a respetar más a las personas. No a las ideas.



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