Un cuento de Año Viejo. Sueños en Walili

A miles de migrantes nos dio el regalo de una segunda oportunidad, pero Walili existe

Juan Antonio Cortés
00:50 • 04 ene. 2022 / actualizado a las 09:00 • 04 ene. 2022

La noche en que bajó el infierno a vernos, Affoué no pudo reprimir las lágrimas. Le había llamado Thema a media tarde. “La niña”, me dijo, y entonces miró el pequeño retrato, lo asió con ternura y se refugió en la litera. Eran las siete cuando escuché chirriar los plásticos de las paredes. Sentí un frío duro. Entraba el aire, descosido, por las coyunturas de aquel portón de madera. El viento nos había dado una tregua, pero el techo, una cubierta de plásticos amarrados con cuatro tímidos alambres, temblaba de miedo. 



“La niña”, pensé. Seguí sentado en mi quejicosa silla, con luz de penumbra, hasta apurar, sin prisas, un café solo que calenté con el butano. Luego encendí la diminuta radio, a pilas, que me regalaron los de Cruz Roja y comencé a mirarla con deleite. Sonaban los cánticos de goles y de hazañas como una banda sonora de sábado, mientras yo permanecía, con el asombro de un rostro pictórico del románico, admirando la silueta, esbelta, curva, de aquella mujer. Mi mujer.  



Affoué agarraba la foto soñando no se sabe qué. El sitio olía a oscuridad, pero noté que estaba despierta. Observé sus ojos almendrados, negros, rajados, victoriosos. Cadencia lenta de suspiros. Lloraba sin disimulo. “La niña. Es la niña”, infería. Thema lucía dichosa, radiante. Las Comuniones en Korhogo eran, cierto, el inicio fecundo de la fe. Aquí, colegí, eran, muchas veces, el final. 



Nunca tuve interés por lo sobrenatural. Ni siquiera me interesaban los ritos de las montañas. Hasta que conocí al cardenal Yago. “Camino, Verdad, Vida: Cristo” fue lo último que me dijo antes de partir. Lo que vino después cambió mis mañanas al sol. Me vistieron con un uniforme blanquiazul y, casi sin quererlo, desperté a la vida. Sin sorber la adolescencia, ingresé en la Universidad de San Félix Houphouët-Boigny



El primer relato que cayó en mis manos fue el único durante un lustro: ‘Canta la hierba’, de Doris Lessing. Conocí a Moses. Y hablé con Mary. Y llegué a descubrir los porqués de aquel deseo de la blanca por el negro prohibido, aunque nunca entendí su muerte. Por inercia, estudié Filología Hispánica en la ciudad de Abiyan, pero un día tuve que volver y, ya en la llanura, sentenció un pariente: “Sois seis hermanos”. Mi padre, se me olvidaba, dejó a mi madre sola y embarazó a una vecina. Yo era el único hijo y fui despedido a la calle. Me recogieron, entre cartones, las Hermanas de la Caridad de Santa Ana. Me enseñaron a ser herrero, pero pronto vieron que yo me aferraba a los libros. Ocurre que ser filólogo no era buena idea. Al menos, allí. Así que, terminada la carrera, toqué otra vez la puerta de las Hermanas y, en horas, un tipo belga me ofreció ser secretario en un instituto de chicas. El séptimo día, a la hora del almuerzo, una nota me agitó: “Cuando Moses entiende que no es inferior”. Sentí, entonces, la necesidad de amar. Era Affoué. 



Llevaba un rato sin murmurar. Sin apretar la foto de su hermana. Y yo, embebido en los recuerdos, adormecido, comencé a turbarme. Eran las nueve de la noche cuando escuché unos pasos en la chabola contigua. Creí que eran los solteros de Malí. Tal vez buscaban engancharse a la toma de electricidad de la carretera. Escuché el freno rasgado de una bicicleta de montaña. Verbos inconexos. Rumores de noche. Ya cerrada. No era eso. No fue el sentido del oído lo que nos avisó. Cuando Affoué se incorporó, la guarida de enfrente ardía lateralmente. Cegaba los ojos aquel fogonazo de luz informe. Salimos. Protegí mi bici y volví a la calle. Le dije a Affoué que cogiera al niño, la foto y poco más. Corrían por la arena, entre los rastrojos humeantes, sórdidas sombras, criaturas todas sin destino. Giré la vista y de los refugios de arriba solo quedaban los huesos. Huían, despavoridos, decenas de fantasmas. Lúgubre era el paisaje de la calle central. La combustión devoraba, uno por uno, los míseros cochambres donde, con luz pasajera y sin agua potable, sobrevivíamos medio millar de desgraciados de medio mundo. 



Cuando se apagaron las llamas, eran las tres de la madrugada y Affoué amamantaba a Cris en el cortijo de Los Albaricoques de mi amigo Willy, a tiro de piedra del averno. Desde allí vi cómo caminaban tres tipos, sonrientes, por la calzada. Pedaleaban, menesterosos, otros dos, casi a la par, siguiendo la grácil luz de aquella luna. Hacia la nada. Eran ellos. Los que, sobre las once, habían prendido la primera llama porque unas señoritas de la calle Este no cedieron a sus iniquidades. 



Allí, en la ciudad de los sinpapeles, decenas de migrantes que, como yo, castigan su hernia en los invernaderos, dormían en guaridas de un solo habitáculo: cocina, camastro, una mesa y las sillas justas. Allí, en la ciudad de los futuros muertos sin nombre, las mafias también operan al calor del hachís y hay chulos que alquilan el cuerpo castigado de las niñas más desventuradas que recordarse pueda.


El mar está lejos de la ventana de Willy, pero esa noche lo sentí al lado. En las veladas en que el cansancio ahoga cualquier buen pensamiento, frecuentaba mis pesadillas aquel pájaro que un día nos rondó en la tenebrosidad del Mediterráneo, aquel patrón que arrojó por la proa a Mohamed, el desvalido, el de las muletas, y que sorteaba las olas, cuchilleando, en una sucesión de escaramuzas, hasta que alcanzamos una cala de bolos de Carboneras. Cuando al amanecer de aquel jueves nos cambiamos de ropa y corrimos, barranco arriba, en la dirección del pánico, noté en Affoué un gesto inquietante de indiferencia. Con el tiempo, supe. 


Como la granja de los Tunner, aquel poblado chabolista de Walili era ahora un erial carbonizado. Hoy, meses después del horror, ya está decidido. Ahora debo volver. La noche en que bajó el infierno a vernos se cumplían seis años de la llegada y me dije: Almería no es eso. No es solo Walili. A miles de migrantes nos dio el regalo de una segunda oportunidad pero, mirémoslo bien, Walili existe y es el lugar de los últimos. Aquel sábado perdí el libro. Moses se fue para siempre. Como Mary. Como nosotros. Hoy digo gracias a esa Almería abierta que te mira a los ojos. La Almería que es legión. A la minoría ínfima de supremacistas y esclavistas, a quienes miran de reojo, a quienes ni siquiera miran, los menos, una lección de vida: Walili es ese abismo al que decenas de criaturas llegaron por un puñado de dólares. La vida. 


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