Almería, quien te viera (4): Lazarillo de mi tía ciega

Matilde Martínez Madolell, hermana de mi abuelo paterno, era una superviviente sagaz

Con mi tía Matilde y mi hijo Erik, junto a las camarillas, al pie del castillo de Tabernas
Con mi tía Matilde y mi hijo Erik, junto a las camarillas, al pie del castillo de Tabernas La Voz
José Antonio Martínez Soler
21:00 • 01 ene. 2022

Hace unos cuarenta años visité a mi familia de Tabernas (Almería) para que conocieran a mi hijo Erik. En cuanto vi los cuartos/buharilla de la servidumbre (las “camarillas”) me acordé de lo mucho que aprendí como Lazarillo de mi tía Matilde. Fue mi maestra em el arte del disimulo.



Matilde Martínez Madolell, hermana de mi abuelo paterno, era una superviviente sagaz. Solo veía bultos o manchas en movimiento. A veces, ni eso. Únicamente, sombras. Pero no era ciega de nacimiento. Perdió la vista en plena juventud. Cuando yo tenía ocho años, me decía que podía imaginar lo que le contaba “como si lo estuviera viendo”. Hasta su muerte, ella fue la última de los Martínez que vivió en una de esas “camarillas” de Tabernas que dieron nombre a toda mi familia paterna.



Mi abuela, Dolores Idáñez, salió huyendo de la miseria de Tabernas, a pie, en los años veinte, con dos hijos pequeños. Aterrizó de sirvienta en la casa señorial de doña Serafina Cortés y de don Andrés Cassinello. Pocas veces regresó a su pueblo. Su marido, mi abuelo Juan, había muerto por la epidemia de gripe del año 1918, mal llamada “española”. Nunca pude imaginarme lo que dignificó aquella tragedia europea hasta que viví la pandemia del coronavirus. Casi toda su familia había huido de la pobreza, como ella, pero a lugares más lejanos: Argentina y Cataluña.



Cada vez que mi tía abuela venía a Almería, a tratarse los ojos con doña Elena, su oculista y protectora, yo era su lazarillo. Lo hacía, casi siempre, con mucho gusto. Y ella, la mayor y más fina halagadora que he conocido en mi vida, me mimaba. Me traía caramelos y un puñado de almendras. Decía que yo era su lazarillo favorito. Era el único.



Su alumno



No sé si fui buen lazarillo. Sí fui, casi seguro, su mejor alumno en el arte de halagar con finura. Sin que apenas se notara. De ella aprendí la eficacia del halago crítico, el más provechoso de todos para el ejercicio del periodismo.



-“Tiene usted un defecto muy grande y se lo digo de corazón: su perfeccionismo, tan exagerado, no le favorece”, decía mi tía a su protector o protectora.





Un halago como éste entra fácil en el sujeto digno de tales presuntas alabanzas. Es creíble, pues va envuelto en suave crítica. Libre de resistencias y prevenciones, el ego del receptor engorda, sin percatarse del efecto retardado del halago crítico. Le estalla dentro. Y lo agradece el doble. Doble propina para mi tía Matilde. ¡Qué habilidad y delicadeza en sus engaños! En ocasiones, lucía tanta mala leche como el ciego de Tormes y tanta picaresca como su Lazarillo.


En la capital, yo era su bastón habitual. Cogida de mi brazo, íbamos andando, a veces a paso ligero, a su consulta oftalmológica y a una ronda de visitas, casi siempre las mismas, que yo conocía como la palma de mi mano. La doctora nunca le cobró ni un


céntimo por sus revisiones de ojos ni por sus tratamientos. Al contrario, le daba gratis sus pomadas y gotas. Además, cuando ya no le quedaban pacientes en la sala de espera, nos daba de merendar a los dos y le preguntaba por su vida en Tabernas y por la de sus conocidos. Al despedirse, doña Elena le metía disimuladamente unos billetes en el bolsillo. “¡Que Dios se lo pague!”, le decía mi tía agradeciendo la limosna.


Ella sabía casi todo sobre la gente rica del pueblo. Podría haber sido una gran periodista del corazón, en la sección que entonces se llamaba “Ecos de Sociedad”. Tenía poca vista, pero no perdía ningún sonido. Los acechaba. A falta de ojos, oído avizor. Estaba al corriente de las novedades, detalles, minucias, escándalos, rumores y habladurías de la gente principal, cuyas casas frecuentaba en busca de limosna, comida, información o compañía.


Catedrática del disimulo

Recogía información a espuertas. La distribuía, eso sí, con cuentagotas. Despachaba las migajas más sabrosas o morbosas con gran eficacia. Compadecía, casi al borde de la lágrima, las desgracias que sufrían los conocidos de Tabernas y otros pueblos de alrededor. Conocedora de que la envidia era, como ella me decía, “el deporte nacional de España”, nunca relataba éxitos ajenos, de personas ausentes, que pudieran reducir la limosna del oyente. Daba gusto verla y oírla. Gran actriz. Lo hacía con una habilidad y sutileza que jamás encontré en los diplomáticos de carrera. No le faltaban moralejas ni jaculatorias muy adecuadas para cada momento. Catedrática del disimulo.


Era orgullosa. Y muy limpia. Procuraba no dar nunca lástima a nadie. Les hablaba con modestia, pero sin servilismo. Más de una vez, como si actuara de maestra, la escuché dar broncas cariñosas a sus protectoras. “Usted siempre ha sido más generosa; muéstrese como ha sido hasta ahora: la mejor. Y discúlpese”, les decía, por ejemplo, ante las críticas a otra igual. Mi tía gesticulaba y movía su cabeza como si sus ojos grises, cubiertos por gafas oscuras enormes, escudriñaran el escenario.


En ocasiones, exhibía un cierto mal genio, controlado o fingido, para dramatizar mejor el relato. Por encima de todo, manejaba su lengua como un florete de seda.


Cuando entré en la adolescencia, y fui más consciente de sus actuaciones magistrales, aumentó mi comprensión hacia el comportamiento de la tía Matilde hasta disculpar sus engaños de mendiga pícara. Me reía mucho con ella. A esa edad, pude apreciar mejor su arte al repartir los halagos, y las migajas informativas, entre sus protectores. Era exquisita y habilidosa. Otro ejemplo inolvidable:


-“Hace usted muy bien en alegrarse del éxito de Fulanita; en eso, demuestra usted su grandeza. Compadecer un fracaso no tiene mérito, lo hace cualquiera. Usted es muy especial”.


De adulto, al analizar el qué y el porqué de las limosnas, comprendí que ella era una superviviente de muchas tragedias. Era la más pequeña de su familia. Quedó huérfana siendo una niña. Era muy guapa. Perdió a su novio en la gripe de 1918 que asoló el país. Por lo mismo, también murió su hermano favorito, mi abuelo Juan. Nadie sabe por qué, un día sufrió lo que mi prima Amalia llamó “un pasmo” y se quedó ciega. Ciega, sola y pobre.


Sus protectores, mayoritariamente mujeres de buena posición, le daban regularmente limosnas, en dinero o en especies, a cambio de chismes, misas y oraciones por sus almas y las de sus muertos. O, quizás, simplemente, por la oportunidad que les brindaba de sentirse mejores personas; la oportunidad de poder ser caritativas. Ella explotaba ese favor que hacía a sus protectoras.


Era incapaz de anotar por escrito los encargos que recibía de misas, novenas y otros rezos y liturgias por la salvación del alma de sus mecenas fallecidos y asociados. ¿De qué podían servirle las notas si no podía leerlas? No le hacían falta. La tía Matilde había desarrollado una memoria prodigiosa. No se le escapaba ningún encargo.


Abrigada con un enorme mantón negro y pañuelo del mismo color, que cubría un moño gris perfectamente armado, pasaba muchísimo tiempo en la iglesia parroquial de Tabernas. También en la de los Franciscanos, cerca de mi casa, adonde yo la llevaba y la recogía fuera de las horas de clase.


En el fondo, no debía de ser muy beata. A veces, yo me preguntaba si creía en Dios o todo en ella era puro teatro. Sin duda, la cercanía al altar le podría resultar muy rentable. Creo que exageraba su piedad religiosa que, a veces, rozaba la mojigatería. Al pasar tantas horas en las iglesias consolidaba su prestigio de mediadora ante Dios, la Virgen y los santos. A mí me parecía, más bien, una persona bastante práctica y cínica. Bueno, quizás, más pícara que cínica. Dominaba el arte de engordar los egos ajenos y amansar los miedos de sus benefactores. El miedo a la muerte estaba de su parte.


De no ser por la ceguera, mi tía abuela podría haberse hecho rica como vidente o asesora de empresas. Una vez le oí decir que, si olvidaba rezar o pagar unas misas a favor del alma de alguien, cuyo encargo tenía, y había cobrado, no había forma humana de cursar reclamaciones “desde el otro barrio”. Cogida de mi brazo, sin mirarme con sus ojos secos, como si hablara para ella misma, me decía:


-“Sería la primera vez que alguien regresara del purgatorio para exigir su pase al cielo por las misas que yo olvidé pagarle al cura”.


Acto seguido, me apretaba el brazo y soltaba una risita que a mí me parecía muy reveladora de su carácter. Y de su inteligencia práctica. Siempre agradecí sus enseñanzas y admiré su maestría.


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