La bailarina de Torregarcía

“Le faltan años y el laurel, pero no las alas porque se siente libre”

La bailarina de Torregarcía.
La bailarina de Torregarcía. La Voz
Juan Antonio Cortés
21:00 • 27 dic. 2021

La niña que estira su pierna hasta los confines del atardecer. Que en su cabriolar inquieto, azucarado, deleitoso, alarga su mano hasta atrapar el cielo anaranjado. Que se agazapa detrás de una capucha de monje monástico benedictino. Que disimula el fulgor grácil de su rostro ante la fuente de luz inmensa que le antecede. Que escucha el ritmo cansado de las afables olas del invierno, aguardando la locura, los temporales bravos. Que, en el tálamo augusto de la orilla arenosa, tensa su pierna atlética y, pese a su pequeñez, se convierte, por momentos, en soberana.



La niña de la playa de Almería parece la diosa Niké. Le faltan años y el laurel, pero no las alas porque se siente libre. Su reino no es el Monte Olimpo, no, que no sabe la niña de mitos ni de poder, sino de utopías, de sueños coloreados cuando el crepúsculo baja a verla. Es el mar. Esa porción del Mare Nostrum que Rodolfo Lussnigg bautizó como Costa del Sol, “donde el sol pasa el invierno”, hoy Costa de Almería, que es un nombre menos lírico, más prosaico, pero ciertamente nuestro.



La niña. El movimiento es su lenguaje educado, su 'capilla sixtina' inmaterial, el lugar donde, dijo Platón, se alcanza la virtud. Ella misma es pura danza, la más longeva de las artes, y en su expresión aúna una emoción toda. La niña no sabe de dónde le viene el movimiento, la necesidad de ocupar el espacio hasta creer dominar el sol, pero detrás de cada compás hay una imitación natural que ella no ve. Tal vez sea el vuelo de las dos águilas que anidan en las piedras altas de la cantera vieja de Cóbdar y que, en el silencio de las tardes, cuando la gran roca blanca tapona los rayos del astro, salen a planear con la lentitud que da una tierra donde el reloj hace tiempo que se mudó a otro lado. Tal vez sea el galanteo de un delfín, de esos que merodean por los corredores marinos que hay frente a Retamar, en uno de sus locos giros y saltos acrobáticos.



Cuerpo y mente



Sea cual sea ese tal vez, cuerpo y mente se conectan en esta niña de Almería y desafían, a veces, la fuerza de la gravedad, de tal modo que cada cadencia, cada suspiro contenido, cada desplazamiento mecánico, emerge con una intención comunicativa. ¡Aquí, bajo mis dominios, el sol!, viene a argüir la cría. Y el sol, la estrella que gobierna como nadie y como siempre en el feudo de esta provincia sureña, esa luz tan nuestra que reina hasta en las noches del Cabo, el sol se hace manejable y, en su docilidad, es humillado. A los pies de esa niña, el sol es un tirano venido a menos, un esclavo obediente, un plebeyo filisteo, cual Goliat, rendido a los pies de un humano renacuajo.



Quién sabe si no habremos sobredimensionado la presencia del sol en Almería. Quizás. En diciembre viene sumando unas 220 horas frente a las 70 de Bilbao o 60 de Lugo (INE, 2018), pero hay un buen puñado de provincias, tanto de costa como de litoral, que superan nuestras cifras. Lussnigg pensó en Almería como hogar invernal para nuestra estrella, pero también en eso hay competencia. Unas veces nos gana la Costa del Sol, otras nos vence Córdoba, Albacete o la Costa de la Luz. En lo que sí dominamos es en los datos de la radiación UVI (ultravioleta). En noviembre, según la AEMET, Almería fue líder en la Península Ibérica con un valor máximo de 3.8, solo por debajo Tenerife. También encabezamos la estadística andaluza de temperatura media en noviembre (16 grados), medio grado menos que en 2020. Así que, sí, el sol aquí pasa el invierno, aunque comparte.



Rendido el sol, el mar, con su amenaza de abismo, también parece subyugado. Nos gusta el mar sin viento porque es agua presa, hipnotizada, que teme la tempestad que viene. El agua, aquí, es quietud. Si nos fijamos bien, es un espejo feliz, de colores también felices, alejados del grisáceo tono que empaña los días optimistas: ese azul claro amalgamado con el blanco espumoso, esa silueta esbelta del astro que se abaja, en vertical, desde el trono del sol y que, simétrica, alarga su centelleo brillante y azafranado, hasta caer en la jurisdicción de la muchacha.



En la playa de Torregarcía, sigilo y reposo. Pequeños cantos de piedra oscura y arena de matices grisáceos, plomizos, ocres y, los menos, rojizos son la patria escénica de la basilarina. Allí, donde un día preparaban el garum para llevarlo por las heredades del Imperio Romano, vigilada por la torre que alertaba de corsarios de poca monta, a escasos metros de la madre Emita de la Virgen del Mar, el invierno almeriense camina con su alboroto de escarchas sedosas, sus aves exiliadas o aburridas, sus runners de pies descalzos, sus jubilados de pasos lentos, sus pescadores contumaces de burros y calamares y sus parejas de enamorados que revolotean por la arena como mariposas en celo en horas de apareamiento. La bailarina, mientras todo pasa, mientras nada pasa, a lo suyo.


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