El miedo habitaba entre nosotros

La infancia es una etapa en el que cualquier momento marca a las personas de por vida

Cartel de la época.
Cartel de la época. La Voz
José Antonio Martínez Soler
20:59 • 25 dic. 2021

Mis dos abuelos murieron antes de que yo naciera. Uno murió alcohólico, y el otro, por la gripe del 18, que hizo tantos estragos como el actual coronavirus. Así es que me crie sin abuelos. Tuve, en cambio, la fortuna inusual de tener tres abuelas: la madre de mi padre, la madre de mi madre, y la madre Julia, que amamantó a mi madre con la leche sobrante de su hijo Antonio, el miliciano.

De niño, pasé muchas vacaciones en Nacimiento (Almería). Nunca dormí en casa de mi abuela Isabel, la madre de mi madre. Allí dormían mis primos. Yo dormía en un colchón de farfolla (las hojas secas de la panocha) que la madre Julia, mi tercera abuela, echaba al suelo en el desván de su casa. Aquel desván, que me dio pie a tantas fantasías infantiles, parecía sacado de un museo agrícola medieval.





Tengo recuerdos muy entrañables de mi infancia con la madre Julia y el padre Juan.  Eran la sal de la tierra, lo que antes se conocía como “bellísimas personas”. Y no puedo reprimir cierto rencor, una basurilla en mi corazón, contra quienes les torturaron y maltrataron públicamente (pelados al cero, limpiando las calles y las cuadras del pueblo) por haber tenido un hijo rojo, mi tío Antonio.  

Mi tío “de leche”, miembro del Partido Comunista, salió huyendo de España al terminar la guerra y jugó un papel importante en mi vida. Con dieciséis años cumplidos, pude conocerle personalmente en su refugio de Francia. Él fue quien me abrió los ojos a la política, desde otro ángulo, y a una parte relevante de la historia de mi familia. Gracias a él pude recomponer las piezas del puzle familiar a las que no tuve acceso en mi casa.

Mis padres procuraban no hablar de política delante de los niños. Temían que pudiéramos decir por ahí afuera alguna inconveniencia oída en casa. Mi madre solía responder a nuestras preguntas tapándose los labios con su dedo índice, al tiempo que daba su orden de silencio: “Chisss”.  En voz baja, añadía, como un latiguillo de miedo, mil veces repetido: “Las paredes oyen”. El miedo habitaba entre nosotros.







Si insistíamos en hacer preguntas sobre cuestiones políticas, que ella consideraba comprometidas, recurría a un gesto mucho más claro y expresivo: se pillaba sus labios con los dedos pulgar e índice. Sus dedos hacían de pinza. Luego decía: “En boca cerrada no entran moscas”.

Mi tío Antonio, el miliciano Con 16 años, llegué a la estación de Nimes con la maleta rota. La lluvia que le cayó por las calles de Lyon había deshecho gran parte del cartón. Cuando la bajé del tren no tenía remedio. La mochila, en cambio, aguantó bastante bien todo el viaje por Alemania y Francia.

Mi tío Antonio me recogió y me llevó a su casa en Saint Jean du Pin, departamento de Gard, a unos 40 kilómetros de Nimes. Atravesamos un valle tan verde, tan verde, y con tanta agua, que me impresionó. Sobre todo, por su contraste con el desierto de Almería. Llegamos a su pueblo, de unos 700 habitantes que parecían conocerse de toda la vida.

Mi tío era saludado cariñosamente por los vecinos, y él correspondía a sus saludos. Algunas veces en español. “Ese es de Gérgal”, me decía. “Y aquel también es de Nacimiento, como yo y como tu madre”. Me pareció que la mayoría de los vecinos habían emigrado en racimos. Unos tiraban de otros.
Su casa, de dos plantas, tenía un jardín precioso y una pequeña huerta. Garaje para dos plazas: un Mercedes y una furgoneta.

El tío Antonio me hablaba en un español trufado de palabras francesas o castellanas afrancesadas. “ ¿Te gusta la vuatura nueva?”, me preguntaba presumiendo del Mercedes, su coche recién estrenado.  





En un par de días, yo era un miembro más de la familia Torres. En el verano de 1963, mi primo Michel, de 18 años, dos más que yo, me presentó a todos sus amigos y amigas de Saint Jean du Pin. Me chocaba el trato fresco y natural entre chicos y chicas. Se besaban, se tocaban, se acariciaban… “Se daban el lote de lo lindo”, diríamos en Almería con envidia.

Antes del amanecer, acompañaba a mi tío y a mi primo a llenar su furgoneta en el mercado central de Alés. Luego íbamos a los mercadillos locales de aquel precioso valle para vender las frutas y hortalizas. Me encantaba practicar mi pobre francés y también escuchar a quienes nos compraban en español.

“Franco assassin” En varios pueblos vi pintadas algo desgastadas de “Franco, asesino”. En francés y en español. La primera vez me llevé un gran susto. Miré alrededor por si había policías. En Francia podías pintar en las paredes cosas contra Franco, y besar a las chicas por la calle, sin que te pasara nada malo. En uno de los muros vi un viejo cartel con una foto muy esquemática de alguien que no había visto en mi vida. Y la misma pintada repetida: “Franco, asesino”.  

Pasamos muchas horas juntos. Tantas que, a los pocos días, me pareció que mi tío hablaba mejor español que cuando llegué. Después de 24 años de exiliado, sin pisar su tierra, le gustaba mucho hablar de Nacimiento y de España. Y de su madre, a cuyo entierro no pudo acudir.

- “ ¿Por qué no vuelves, tío?”, le pregunté un día de sopetón. Iba conduciendo la furgoneta. Me miró un instante. Suficiente para ver un cierto color rojizo en sus ojos y unas lágrimas a punto de saltar. “No volveré mientras haya Dictadura en España”, respondió secamente.

Ese fue el principio de mi primera conversación política con un adulto de la familia que hablaba a calzón quitado, sin miedo a ser escuchado por alguien inconveniente. Claro que estábamos en Francia, “un país democrático”, me dijo. “Aquí no encarcelan ni torturan ni fusilan a quienes piensan de forma distinta que el Gobierno de turno”.  

Entonces me contó la historia de Julián Grimau, un miembro de su partido, el Partido Comunista de España, que había sido detenido al entrar en España y fusilado por orden de Franco, apenas hacía tres meses, en abril de ese mismo año. “Esos carteles que ves en algunas paredes, medio deshechos, llevan la foto de Julián”. Pronto me señaló uno de ellos.






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