Memorias del Internado que acabó con los niños yunteros

El Colegio Menor de Vélez-Rubio forjó durante 25 años el espíritu de centenares de adolescentes

Una de las promociones de internos del curso de 3º 1967-1968. Entre ellos, José Ignacio Alonso, Juan Belmonte o Antonio Cabrera.
Una de las promociones de internos del curso de 3º 1967-1968. Entre ellos, José Ignacio Alonso, Juan Belmonte o Antonio Cabrera.
Manuel León
07:00 • 31 oct. 2021

Alfonso Robles,  de Topares, tenía 11 años cuando su padre lo apeó del coche con una mochila frente a la puerta del Internado de Vélez-Rubio. Le soltó cinco duros para el trimestre y lo primero que hizo el niño con cara de susto, que nunca había salido de su casa, fue gastarse dos duros en unos cuernos de merengue que le habían guiñado el ojo desde el escaparate de la pastelería  Alcaraz.



Eran ya los años 60 pero en esa comarca sombreada por el Mahimón, se vivía aún como en los 40, sin apenas caminos ni agua corriente, amagando la testuz los naturales del país para labrar una tierra en la umbría de la provincia en la que la mayoría de los menores estaban condenados a ser niños yunteros.



Sin embargo, la creación de un Instituto Laboral hacía unos pocos años en el pueblo y, sobre todo, el cuaje de un Internado para alumnos de fuera, estaban empezando a retorcer el tronco de esa condena infantil.



Alfonsito, se comió los pasteles -nunca había visto tantos juntos -y los vomitó. Y empezó a ver que la vida  iba en serio cuando deshizo el petate lleno de mudas marcadas con su nombre encima de la cama y vio que no estaba allí su madre para ayudarlo a ordenar el armario que a veces se llenaba de ratones. A los pocos días, tras alguna novatada, tras empezar a acostumbrarse a  dormir en una galería con  más de cien internos como en una mili anticipada, le entró un ataque de morriña y cogió lápiz y papel: “Querida abuelita, ya estoy deseando que llegue la Pascua para volver y poder comer tortas con chicharrones y las costillas y los muslos de pavo y cosas de esas que están tan buenas fritas en la sartén. Perdona que haya tardado tanto en escribir”.



Cada día salía alguna carta como esa rumbo a la estafeta de Correos de Vélez Rubio y de allí a hogares de pueblos agrícolas como Chirivel, Tíjola, Sierro o Macael; cartas que escondían elementales relatos escritos con letra apresurada en algún rato de nostalgia adolescente; cartas que hablaban de lo mala que estaba la comida del Internado, de lo fría que estaba el agua de la acequia por la mañana, de lo difícil que era el álgebra y de lo duro que atizaba el profesor de Latín, don Manuel Labarca, con la regla; cartas que llegaban al hogar familiar de Topares o de Purchena o de María y que una madre, sentada en una silla de anea junto al fuego, abría nerviosa con una navaja mientras borboteaban los garbanzos, cuando ella misma empezaba también a romper de emoción viendo esas primeras letras de su hijo que ya había empezado a volar del nido. Esa madre que después, sin decir una palabra, le tendería la carta del niño al padre recién llegado del bancal o del establo, aún con el barro en las alpargatas, quien pensaría que ahí, en esas cuatro letras,  con remite en un colegio de Vélez Rubio, estaba todo lo que más quería en la vida, el móvil por el que cada mañana se levantaba a sudar con el arado o a ordeñar las cabras como un esclavo. La creación del  Internado  de Vélez-Rubio en el año 1959 fue una tabla de salvación para cientos de niños de Los Vélez y del Alto Almanzora para que pudieran estudiar generaciones de jóvenes hijos de humildes agricultores y ganaderos  de esa tierra áspera que de otra manera se hubieran quedado mirando al cielo, lo mismo que sus padres y abuelos.



El Instituto Laboral de Vélez Rubio se había abierto en 1954 y se vio pronto la necesidad de contar con un colegio para internos. En un principio se instaló en un local de las monjas claretianas, en la Serrería, y después se consiguió adscribirlo al obispado como Colegio Menor Cristo Rey construyéndose un edificio de nueva planta en 1964 donde había un campo de alfalfa.



El primer director e impulsor de ese internado fue Pedro Antonio Rodríguez ayudado por dos curas de Laujar, el padre Montero y el padre Puertas. Pronto se fue llenando de escolares   vestidos con traje y corbata, como socios de un Club de los Poetas Muertos, que hicieron del Internado un reservorio de experiencias de la pubertad, ese tiempo en el que se forjan los sueños de un hombre. Llegó a haber más de 200 internos y como se carecía a veces de agua corriente había que salir a lavarse la cara con una toalla a una balsa cercana que a veces se helaba y había que cortar a golpes. 



El olor del internado para el interno Evaristo Salas era el del gasóil de la calefacción y el sonido el de los altavoces cuando por la mañana hacían sonar la copla ‘Asómate a la reja’ como despertador antes de clase. Allí convivían internos y externos, como buenos hermanos, menos cuando había que organizar aguerridos partidos de fútbol en el patio. Ese patio por el que  paseaban compartiendo ilusiones, por ejemplo, los colegiales Vicente García Blesa, Juan Díaz, de Vélez Blanco, o Antonio Egea, de Chirivel. Otros personajes cruciales del Internado fueron el director Pedro Antonio Serrano Acosta, que era de Urrácal, un maestro de los de antes que perfiló el carácter de cientos de internos que luego han ido ocupando posiciones de responsabilidad en el mundo de la abogacía, de la medicina o de la empresa. Un día pilló leyendo a un profesor libros de Marx en su mesa, pero supo callar, en una época monolítica en la que podía haber sido motivo de expulsión. También hubo otros preceptores como Alberto Requena o Daniel , Blas o Miguel Rojo, que promovió una tuna, y otros alumnos como Modesto García o Juan Pedro Martínez Y el teatro, el coro y el Festival de la canción era la vía de escape para confraternizar con las internas del Femenino 'Dolores Rodríguez Sopeña' 


Todo ese mundillo de vivencias juveniles se vino abajo cuando empezaron a hacer institutos en otros pueblos y a mejorar el transporte escolar. El colegio perdió residentes y tuvo que cerrar sus puertas en el curso 1982-83, tras 25 años de miradas compartidas de dolor y de alegría, de encuentros maravillosos fumando a escondidas, de  muñecos de nieve cuando llegaban las heladas, de tardes escuchando las primeras canciones del  Dúo Dinámico en la cantina en aquellas primitivas máquinas de música que funcionaban con una moneda.


Postdata: Todas estas historias y más se pueden ver en el entrañable documental ‘Sueños cumplidos: Memorias del Colegio Menor Cristo Rey’ que acaba de estrenar el Centro de Estudios Velezanos, coordinado por José Domingo Lentisco, Alfonso Robles y Encarna Navarro y realizado magistralmente por Ocholobos y Jose Carlos Castaño.



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