Los almerienses que se iban a Venezuela

Pedro Soler llegó cuando Caracas parecía la Puerta Purchena e hizo fortuna vendiendo binóculos

Pedro Soler, en Caracas, en uno de sus coches descapotables, con su primogénito y su mujer Josefa Miras.
Pedro Soler, en Caracas, en uno de sus coches descapotables, con su primogénito y su mujer Josefa Miras.
Manuel León
07:00 • 25 abr. 2021

Hubo un tiempo -entre los años 50 y 60 sobre todo- en el que Venezuela se convirtió para los almerienses en un nuevo Eldorado, como lo había sido antes La Argentina o Norteamérica. 



El  gobierno del general Marcos Pérez Giménez en este país caribeño, lleno de junglas y manglares por urbanizar, nadaba en la abundancia del petróleo e incentivaba la llegada de extranjeros que le ayudaran a colonizar un país inmenso aún a medio hervir.



En ese tiempo había en Almería un practicante llamado Pedro Soler que se hinchaba de trabajar poniendo inyecciones de penicilina sin ver mucha recompensa. Era el año 1956 y a los dos días de casarse con Josefa Miras, vendió su vespa en 16.000 pesetas y con ese dinero compró dos pasajes en el buque Auriga para Caracas. En el puerto de Barcelona embarcó el flamante matrimonio, sin ninguna carta de recomendación, a la pura aventura. 



Así llegaron con las maletas de cartón a una fonda barata caraqueña y a los dos días, mientras desayunaba, Pedro vio un anuncio en el diario El Universal solicitando alguien que escribiera a máquina “sin faltas de ortografía”. Así entró a trabajar en la oficina inmobiliaria del magnate de origen puertorriqueño Buenaventura Díaz, redactando contratos de compraventa y cláusulas de hipotecas, ganando un buen sueldo y alquilando una casa en el barrio residencial de Chacao.






 Caracas, recuerda Pedro -quien aún vive con 90 años, totalmente invidente, en la calle doctor Carracido de Almería-  parecía entonces la Puerta Purchena. “Era raro el día que no te encontrabas por la calle con un Miras, con un Góngora, con un Caparrós”. Había incluso una Casa de Almería  donde se reunían los paisanos a preparar alguna paella los domingos, a jugar al dominó o a organizar algunos bailes.



Empezaba a crecer Caracas con nuevos edificios en vertical  de once y doce plantas y se puso de moda algo que ahora nos puede parecer muy extraño: buscar picones, que era espiar con binoculares a las mujeres a través de las ventanas abiertas por el calor, como en las escenas de la película de Hitchcock. Así, empezó a ser más que frecuente que cada vecino tuviera unos prismáticos con los que se acechaban mutuamente las familias, como un pecado venial libremente aceptado.



Ahí, en ese deporte nacional venezolano, vió negocio el avispado emigrante almeriense: si los binóculos son ya en las casas tan imprescindibles como las cucharas, por qué no venderlos. Trabó amistad con un japonés -Seihiro Yasahua- a quien le encargó los primeros aparatos que se los quitaron de las manos tras poner un anuncio por palabras en el periódico. Después se fue al consulado nipón y contactó con una fábrica de Tokio donde se los enviaban expresamente por avión. Se hinchó a vender prismáticos el antiguo practicante, casi todos contrareembolso a los 23 estados de la república. Y después amplió negocio con telescopios, microscopios y cámaras fotográficas. Se convirtió en un hacendado comerciante indiano que lo único que tenía que hacer era, con ayuda de su mujer, cientos de paquetes en la cochera de su casa y enviarlos por correo.  “Era algo muy simple, allí la gente no quería trabajar y los extranjeros lo teníamos muy fácil, no había ni una fábrica, solo había petróleo, era un país muy rico”, recuerda Pedro.


Cuando Almería apenas acababa de salir del racionamiento, Pedro Soler y su esposa ya mantenían dos coches de aquellos americanos tipo ‘haiga’, salían a comer a restaurantes y mandaban una buena cantidad de dólares a sus padres que regentaban una panadería en la calle La Palma y que pasaban penurias por culpa del fiado tan en boga que nunca cobraban. Todo iba viento en popa para Pedro y su familia, que había aumentado con tres hijos.  Hasta que le entró miedo por un doble motivo; uno, porque una mañana recibieron una  desagradable visita del Ejército de Liberación Venezolano quienes les requisó un centenar de aparatos de óptica, le taparon la boca a la mujer que empezó a gritar y les cortaron el teléfono para que no denunciaran; otro, porque una pitonisa italiana llamada María Marotti, que había predicho la muerte de Juan XIII y el asesinato de Kennedy, vaticinó un inminente terremoto en Caracas. 


La familia Soler Miras, supersticiosa,  se montó en un avión y salió por piernas del Caribe un día del año de 1967 y volvieron a Almería. Con los ahorros que traían, compraron una casa en Padre Santaella, enfrente del Celia Viñas, y Pedro montó el Laboratorio Orbit, la primera academia de idiomas con métodos audiovisuales que se abrió en Almería. Por allí pasaron centenares de almerienses para aprender inglés, desde bachilleres a policías, políticos y militares de alta graduación, que se metían en una cabina con aquellos revolucionarios magnetófonos de cinta abierta de entonces.


Pedro había tenido siempre facilidad para los idiomas y en Caracas tuvo tiempo de graduarse en filología inglesa. Antes, cuando iba al Instituto, como alumno de Celia Viñas, solía agarrar la  bicicleta e irse al cementerio de San José buscando el silencio para estudiar las conjugaciones de los verbos, entre cirios y ramos de gladiolos.


Pedro nació en El Reducto en 1932 en una familia en la que su abuelo, Pedro Soler Zaragoza, fue contramaestre en la Guerra de Filipinas y su padre, José Soler Mayor, panadero  en la Plaza Pavía, en la calle Castelar y por último junto a la Plaza de Toros. 

Fue un estudiante brillante, aplicado, pero sin recursos. De la quinta de Juan del Aguila, Antonio López Cuadra, Eulogio Jerez, Dionisio  Godoy, entre otros, fue uno de los alumnos predilectos de la señorita Celia por su afición a la poesía. Quiso estudiar medicina, pero no pudo y se hizo practicante de la Jefatura de Sanidad. Acudía con su Gucci a poner inyecciones de penicilina o de estreptomicina a las Cuevas de Las Palomas o de San Mateo: mucho trabajo, poco sueldo. Hasta que decidió irse a la aventura, hasta que pudo resolver su vida convirtiéndose en un rico indiano a fuerza de vender prismáticos a nativos y criollos para espiar por las ventanas en busca de picones. 


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