Juan Carlos Ortiz, funerario: “No podemos ni cerrar los ojos del difunto”

Toda una vida entre vivos y muertos, pero nunca se había enfrentado a nada como el covid

La covid ha sorprendido a todos los sectores.
La covid ha sorprendido a todos los sectores. La Voz
Manuel León
07:00 • 14 mar. 2021

Juan Carlos recuerda su primer difunto como se recuerda el primer beso. No lo puede evitar, porque las cosas primeras -buenas o malas- son como el pegamento. Fue don Julio Acosta, un antiguo presidente de la Diputación, su primer servicio (en el ambiente del sector funerario se nos llama así a los mortales cuando dejamos de serlo). Juan Carlos solo tenía 16 años y ya organizó la mortaja y los trámites de ese velatorio que se llevó a cabo en una gran mansión en el barrio del Zapillo.



Nadie hay que esté más cerca de la muerte que un funerario, como aquellos antiguos embalsamadores del Egipto de los faraones. Pero a Juan Carlos no le cambia su risa, ni su bonhomía el trabajo que desempeña. Él va a comprar el pan con toda naturalidad. “ A mi nadie me señala con el dedo cuando entró en Cajamar a hacer un pago, mira ese es el tío que entierra”.  Y sin embargo,  Juan Carlos, gerente de Funeraria San José y del Tanatorio Mediterráneo de Huércal, tiene que convivir con el dolor, con la pérdida, con el llanto, con su traje negro y su corbata, con su silencio inocuo, con su empatía para comprender  lo que significa despedir al que  hasta ese momento era y ya no es y, además, ya no será nunca más.



El covid le ha afectado como a todos, pero él ya venía conciliando la muerte con la vida, como quien concilia el trabajo con las tareas del hogar. Por eso, a Juan Carlos, el Covid le pilló con algo de preparación por su profesión. Ya tenía trajes Epis en el tanatorio, cuando nadie sabía lo que era eso. “Lo más duro qué ha sido” - se pregunta- quizá contemplar cómo un hijo no se podía despedir de su madre muerta, residente en  un centro de la tercera edad, después de un mes sin poder visitarla”. “Que me dejen ver a mi madre, que abran el puto ataúd, que quiero ver que es mi madre la que está ahí dentro”. 



Desde el verano todo se ha ido naturalizando -hasta la muerte se naturaliza- pero al principio, cuenta Juan Carlos, todo era más duro, con dos o tres difuntos diarios. Siempre el mismo protocolo: llamada de teléfono de la residencia del Zapillo o de Torrecárdenas, llegada con el coche negro, ponerse el traje de buzo y a por el cadáver. “Yo siempre prefiero hacerlo solo, dos horas después del óbito entro en la habitación, desde la cama meto al fallecido en el sudario y después al ataúd, desinfecto con lejía y sello con cinta americana. No se puede ni cerrarle los ojos ni la boca”. 



Dice Juan Carlos que el 80% de los muertos por covid los incinera, aunque hay disputas familiares en el último momento a veces. Ahora se puede velar, pero antes era del hospital al horno crematorio a 1.000 grados y dos horas para que toda una vida quede reducida a un monte de cenizas.






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