Almería en los tiempos del Covid-19 (V): Todo lo que era sólido

Un sacerdote  y otros clientes haciendo cola ayer en el establecimiento de comidas para llevar de La Juaida en la calle Juan Lirola de la capital.
Un sacerdote y otros clientes haciendo cola ayer en el establecimiento de comidas para llevar de La Juaida en la calle Juan Lirola de la capital.
Manuel León
07:00 • 17 mar. 2020

En mi creencia está que el mejor libro sobre la crisis económica del 2008 lo escribió un literato: ‘Todo lo que era sólido’, donde Antonio Muñoz Molina, con destreza, va relatándonos las cosas que nos parecían inamovibles hasta  que quebró Lehman Brothers, cómo se fueron desmoronando para muchos piezas de sus vidas confortables que parecían tan pétreas como el trabajo, una casa bien amueblada o las vacaciones anuales.



En estos momentos, por probabilidad estadística, debe de haber alguien empezando el boceto de un libro sobre la ‘Crisis del Coronavirus’-aunque aún no tenga final- que dejará en volandas la crudeza del ensayo del escritor jiennense. Un libro por llegar, que solo hace unos días hubiera pertenecido al género de la ficción y en el que se contarán cosas como que, de pronto, como por encantamiento, millones de personas se tuvieron que recluir en sus casas, que no podían tocarse, ni besarse, que no podían sentarse en una cafetería, que tenían que ir algunos por la calle con mascarillas de cirujano, con guantes de lavandera y dejar los zapatos en la ventana, como en los Reyes Magos.



Todo está cambiando casi sin darnos cuenta estos días, viviendo cosas que solo veíamos en películas o series fabuladas: gobiernos que cierran fronteras, conspiraciones paranoicas sobre la suelta de virus por parte de los ricos del mundo para frenar la sobrepoblación, lucha a brazo partido por  alimentos básicos, calles fantasmales donde solo vuelan palomas. Ayer me asomé a la cristalera del pub La Chica de Ayer y ví las botellas de coca-cola aguardando a que unos labios las consuman, esperando a que pase esta cuarentena global que nunca podríamos haber siquiera imaginado.



Nada como el virus de Wuhan ha logrado cambiar tanto el paisaje almeriense: ha desaparecido -nadie lo hubiera creído- la eterna fila de La Cabaña del Tío Tom en el Zapillo, igual que han desaparecido los niños de los columpios de la Plaza San Pedro, ahora inmóviles. Sin embargo, en el templo de al lado luce en una cartulina en la puerta el horario de misas y confesiones, como si también se pudiesen cometer pecados en estos tiempos de recogimiento casi macabro. Ahí está la Iglesia para resistirlo todo y el obispo para seguir en su trece autorizando misas que pueden servir de abono dulce para la pandemia. Por algo lleva como institución dos milenios timoneando este mundo y el del más allá. Dentro de unos años será difícil explicarle a un niño que a su padre lo multaron por salir de casa a estirar las piernas, pero que las iglesias seguían con su liturgia sagrada.



¡Un metro de distancia, que corra el aire! ordenaba ayer una de las empleadas de la casa de comidas para llevar de La Juaida, al ver que la clientela se acercaba demasiado a las bandejas del escaparate. Y José María Gallart, gerente de Asopesca, escribía también que estén tranquilos los almerienses que los barcos seguirán pescando para todos. 



Porque parece no haber otra preocupación estos días en la ciudad que el que puedan fallar los alimentos. Es la psicología del miedo ante lo desconocido, ante algo que nunca hubiéramos podido siquiera barruntar hace solo unas semanas, cuando todo en nuestras vidas parecía tan sólido. 


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