Un hombre llamado ‘Sevilla’

Juan José Bautista Sevilla es uno de los decanos de la hostelería almeriense

Juan José Bautista, en el centro, junto a su compadre Pepe, sentado, y su nieta y su hermano Manolo, en el antiguo Sevilla.
Juan José Bautista, en el centro, junto a su compadre Pepe, sentado, y su nieta y su hermano Manolo, en el antiguo Sevilla.
Manuel León
11:52 • 09 feb. 2020

Un día de abril de 1958, un hombre jovial de pelo ondulado como el de Stewart Granger, estaba a punto de inaugurar un bar y decidió ponerle el apellido de su madre: Sevilla. Con el tiempo, esa primitiva taberna se convirtió en un hotel y en uno de los restaurantes de culto de la Almería del boom urbanístico, donde se firmaban tratos en la hoja de una comanda, donde se cerraban negocios de todo pelaje, donde almorzaba raf y lomos de merluza Manolo Chaves, después de anunciar alguna lluvia de millones para la provincia. 



Esa madre -María Sevilla Martínezvelezana, a la que su hijo consagró su negocio, alumbró –además de  siete hijos- infinitas ollas de carnes y pescados que hicieron que el fogón de Juan José Bautista fuese adquiriendo predicamento en la ciudad: fuentes de choto al ajillo, cazuelas de callos y mollejas, bandejas de gloriosas papas a lo pobre, marmitas de caracoles, gambas al ajillo o pajaritos fritos. 



Decía Fausto Romero que quien desease llevar una vida tranquila no debería haber vivido en la Almería de los 60. Fue en esa década cuando, Juan José, el propietario del Sevilla, primero en la calle Granada (General Saliquet) y ahora en Rueda López, fraguó su nombre como sobresaliente mesonero, capaz de arrastrar parroquias enteras a su establecimiento patrocinado por los guisos familiares de su madre, de su esposa Manuela y de su cuñada, desde aquellos matrimonios de clase media almeriense -de nevera Kervinator y sofá de skay- que se sentaban los domingos en una mesita a tomar el vermú con sifón, hasta los técnicos de las películas que se rodaban enTabernas.



Ahora, con 88 años, Juan José es como un pontífice retirado, como un Benedicto que ha cedido los trastos de la barra a un Francisco que es su hijo Manuel, pero que a pesar de todo sigue siendo Papa. Por eso, aún acude todos los días al negocio que él fundó, a supervisar los platos del día, a aconsejar a su hijo y a mirar si la chaquetilla de los camareros están en perfecto estado de revista.  El protagonista de esta historia nació en María, en la calle rotulada a  la memoria del guitarrero Julián Arcas,  en el republicano año de 1932. Su padre, Juan Miguel Bautista Herrero, regentaba el casino del pueblo, que no era lugar de grandes bailes y fiestas, sino un ambigú donde se jugaba a las cartas y se despachaban chatos de vino. A su progenitor lo metieron preso en El Ingenio después de la Guerra, acusado de Auxilio a la Rebelión. Peregrinó por penales de Burgos, Santander, Totana y junto al padre de Manolo el del Puerto Rico inauguró la cárcel que estuvo al lado del Seminario. Uno de los quehaceres de Juan José entonces era caminar hasta allí para llevarle a su padre el almuerzo, cuando abandonaron María y se avecindaron en Almería, en la calle Platón. 



De inmediato tuvo que buscar un trabajo y lo encontró en la carbonería de Paco Ramón, al lado del Hotel La Perla. Allí se dedicó a hacer tacos de leña para los coches de gasógeno y bolas de carbón para los infiernillos. En 1944, con doce años, entró de aprendiz a fregar vasos en el bar Cipriano, que estaba en el Paseo -antes estuvo en Puerta Purchena- y que era propiedad de Manuel Asensio Cruz. Del Cipriano pasó, ya como camarero, a La Granja Balear que la acababa de adquirir también Asensio, tras dejarla Cristóbal Peregrín Zurano y antes de que la tuvieran Cristóbal y Nicolás Castillo. 



Era entonces un bufé de solera, de la Almería de mediados del siglo, de camareros con pajarita como Pepe Moreno del Montañés, como Manolo que después tuvo el Miami y con limpiabotas en la puerta. Un restaurante de postín con servicio en el exterior, al que estaba abonado una casa de lujo y francachela de la calle de Correos, regentada por una madame, que hacía las delicias de los gerifaltes de tupé y brillantina de la época, en noches y madrugadas de vino y rosas.



Después entró en Casa Tébar, al lado de su maestro Juan Tébar, en la Plaza Vivas Pérez, donde hoy está el Sacromonte,  Eran los tiempos de bares y tabernas como La Reguladora, El Fontanita, Aranda, Casa Ortega, Bodega León, botillerías donde entonces solo entraban los hombres mientras a la mujer la dejaban en la puerta como a una mula.



 Después, Juan José se quedó en 1958 con el viejo bar Topolino, en la calle Granada, y que convirtió en el bar Sevilla, su primer negocio propio, y luego,  en Restaurante y Hostal Sevilla con 37 habitaciones para viajantes, compartido con sus hermanos, junto a otros bares de la calle Granada como "el 42" de los Oyonarte, el Bonillo, que había sido una imprenta, y La Oficina. Se convirtió en un restaurante muy popular, el Sevilla, con una Alcazaba en la pared que le pintó el caricaturista del Yugo, Enrique Suárez, con camareros como Juan Algarra, el del Capitol, Pepe el Gitano o Juan Verdegay el de la Gitanilla.  Siguió ampliando horizontes y arrendó el hotel de Luis Guerry en el Paseo, y la taberna Mirasol en Obispo Orberá y se quedó también con El Abuelo en Aguadulce y con un almacén de artículos de regalo al por mayor llamado Vijumi en la calle Regocijos. 


Tiempos en los que Juan José iba cumpliendo sueños, hasta que dio el último paso, el más decisivo, cuando edificó un nuevo restaurante en lo que había sido la antigua fábrica El Chorro, en Rueda López, que inauguró en 1991. 


Con casi nueve décadas vividas, uno de los decanos de la hostelería almeriense deja dicho lo siguiente: “Los hosteleros de mi generación, los que fuimos niños en los 40, conocemos a todo el mundo, pero no tenemos amigos y nos damos cuenta al cabo del tiempo que nuestros amigos son los clientes y después de jubilarte dices ¡caramba, qué difícil es vivir sin clientes!”



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