Balbás y los alrededores de la Catedral

Almería era la ciudad donde disfrutó de niño, donde conoció el mar y recorrió sus calles

La Plaza de la Catedral en 1934 y una imagen de Leopoldo Torres Balbás.
La Plaza de la Catedral en 1934 y una imagen de Leopoldo Torres Balbás.
Manuel León
07:00 • 21 abr. 2019

De todo lo que hizo el arquitecto madrileño Leopoldo Torres Balbás en Almería -escaso pero salutífero- la pasión por retratar y describir el entorno de la Catedral fue quizá lo que más le ensimismó durante un tiempo. Era la tierra de su padre, el geógrafo Rafael Torres Campos, era la ciudad donde había visto por primera vez el mar y donde acababa de ser destinado como Arquitecto Conservador de la Alcazaba en esos días de 1929. 



Tenía Leopoldo su despacho en la Alhambra de Granada, pero su nombramiento como preservador de los monumentos artísticos se correspondía con la Zona Sexta, que incluía los tesoros artísticos de las provincias de Málaga, Jaén, Albacete, Almería, Murcia y Alicante.



Contaba entonces 41 años y a su delirio por el arte y por los viajes, se unía un entusiasmo poco común por anotar con precisión en sus cuadernos de ruta todo lo que veía y por retratar con su cámara fotográfica los lugares que tanto apreciaba y que después revelaba a partir de enormes clichés de vidrio. 



La plaza de la seo almeriense fue uno de esos santuarios donde más se detuvo este arquitecto, uno de los más influyentes del siglo XX, en ese periodo de su vida en el que tenía que viajar de provincia en provincia redactando proyectos, apuntalando soluciones para que los muros de la historia no se vinieran abajo. A la Alcazaba de Almería le dedicó horas y horas para preservarla de la ruina, para sostener sus murallas, para consolidar los torreones de ese legendario fortín moruno sobre la ciudad, pero el estallido de la Guerra truncó su proyecto. Consiguió Balbás, no obstante, en 1934, que la Alcazaba pasara del Ministerio de la Guerra al de Instrucción Pública y se empleó a fondo para realizar obras de emergencia para el principal monumento almeriense que se encontraba en un estado lamentable y aprobó que se cerraran los recintos para impedir que siguiesen subiendo buscadores de tesoros que horadaban la estructura milenaria. 



Pero  desde esas primeras visitas profesionales a la tierra de su progenitor, que él tan bien conocía, además de subir por San Cristóbal para mirar desde lejos la atalaya musulmana, Leopoldo acostumbraba a detenerse en la Plaza de la Catedral, a contemplar la altura de siglos de la piedra aprovechando la luz de las mañanas para trazar dibujos y plasmar fotografías de sus aledaños: de la calle del Cubo, donde cayó muerto a aquel José Burgos Coronel, abuelo de la escritora Colombine, por un turbio asunto de contrabando; del Sol de Villalán, aquel obispo impulsor del templo, a quien el arzobispo Avalos acusaba de llevar una vida disoluta en la alejada Almería y de vender esclavos moriscos para pagar las obras de cantería; de las casas burguesas que había frente a la Puerta de los Perdones. Una de ellas, con pórtico de columnas, donde hoy está la Librería Pastoral, fue sede del Santo Oficio en Almería, hasta que quedó abolido el Tribunal de la Inquisición en España en 1834. Había un pasadizo subterráneo entre esa casa de la calle Velázquez y la propia Catedral, como quedó patente cuando un camión hundió su rueda en las obras que se hicieron en la calle en los años 60. En esa misma vivienda señorial recreada por Balbás, vivió después el intrépido Eusebio Buendía Córdoba, un empresario minero con criaderos de oro en Rodalquilar y accionista de Talleres de Oliveros por herencia de Antonio Oliveros Ruiz y de Matilde Córdoba Rueda. Por dos veces quedó viudo, de Tomasa Fernández Idáñez, en 1908, y de Maravillas Domene Cano, en 1924, y terminó emigrando con sus hijos a Barcelona. Al lado estaba la casa de doña Lola, haciendo esquina con  General Castaños, junto al edificio de Los Pulpitillos y la torre mudéjar de la Iglesia de las Puras, a la que las monjitas siempre han llamado El Miramar.






En la Plaza Granero se detenía también Balbás, se sentaba en un bordillo y fotografiaba y tomaba notas del antiguo pósito de grano, hoy de la familia Amérigo, y de la esplendorosa casa de Carmen Ruz, al lado de donde nació aquel niño que emigró a La Argentina, Manuel García Ferre, que adquirió fama mundial dibujando historias para niños. También dejó constancia  Balbás de las viviendas desparecidas en la Casa de los Puche. Pero donde más paz hallaba -según sus propias palabras sacadas de su diario  depositado en el Patronato de la Alhambra junto a sus fotos- fue cuando descansaba en una de las esquinas de esa espaciosa Plaza, donde hoy flota la cabeza de bronce de Ventaja, que era y es como el kilómetro cero de la cristiandad almeriense. 



Allí se dejaba subyugar el arquitecto por la altura de la portada de Juan de Orea, intuyendo el silencio del claustro interior, viendo las estriadas columnas corintias junto a la que se sentaban a matar el tiempo muchachos con gorra y pantalón corto. Allí estaba también la arboleda desaparecida, la fuente de mármol y las jardineras, frente a la Casa del Obispo como fielato. Era esa la Plaza que veía entonces Balbás, la misma en la que jugarían interminables partidos de fútbol con el bocadillo en la mano los alumnos del Diocesano, la misma que atravesaban y atraviesan con recogimiento tantas mujeres camino de Misa de  12, y la que una vez se llenó de arena y de tanques para rodar una película de Guerra, la misma que sobrevuelan palomas que siempre encuentran a algún anciano que les echa unas migas de pan y que se espantan cada hora cuando tañen las campanas, la misma donde siguen pegando balonazos los niños contra las cabezas de leones de la pared, sobre los restos de orines de la última madrugada y la misma que se llena de selfies en Navidad cuando el Ayuntamiento sorprende con alguna bola gigante o algún túnel luminoso.



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