El jardinero fiel de la Alcazaba

Todos los amaneceres abría la Puerta de la Justicia como quien inauguraba el mundo

Indalecio en la Alcazaba, junto a su tía Luisa que vino de Francia.
Indalecio en la Alcazaba, junto a su tía Luisa que vino de Francia.
Manuel León
14:07 • 25 mar. 2019

Se llamaba Indalecio Ferrer Aguilera, pero todo el mundo lo conocía por el Mariano, porque ese era el nombre de su padre, un parralero que llevaba en aparcería las tierras del Cortijo El Gabín, en los Llanos de La Cañada. Era un lugar hermoso, delimitado por una arboleda, cuajado de geranios y con un porche inmenso donde Indalecio y sus siete hermanos hacían la vida mirando a su padre recolectar los pámpanos. 



Allí nació en 1928 y allí le brotó ese gusto por la tierra, por todo lo que tuviera raíces y germinara del suelo como un hijo de su madre. De niño se sentaba en el suelo, con unas pipas de girasol, a ver cómo las flores cambiaban de color, cómo los insectos llevaban y traían el polen, como paquetes de Amazon, de una planta a otra. La familia fue arrancando las cepas, que habían entrado en recesión y sustituyéndolas por bancales de patatas, que luego vendían en la alhóndiga del Mercado Central.



Los Marianos cambiaron  de cortijo y se fueron junto al de Frasquito el Boticario,  parientes de la farmacia cuya fachada aún se conserva frente a la Plaza de la Virgen del Mar; cambiaron de hacienda, pero no de quehaceres: siguieron poniendo trigo para amasar, cebada para los animales del corral y seguían vendiendo patatas y pimientos en la lonja, a la que llegaban con un carro y una mula entrando por la calle del Puerto Rico.



A Indalecio le gustaba experimentar con las semillas, regar las macetas,ver si agarraban o no en una tierra o en otra -como un Padre Mundina   almeriense- y se corrió la voz por la Vega de sus buenas manos para las flores, para las amapolas, las azucenas, las margaritas y estudiaba, a su manera, la botánica como si fuera el mismísimo Rufino Sagredo o aquel Günther Kunkel, que quiso hacer del desierto un jardín.



Por eso, con la mili cumplida en los Regulares de Melilla, se presentó a unas  oposiciones a jardinero del Ayuntamiento. Emilio Pérez Manzuco lo examinó y clavó el ejercicio, que iba sobre los cuidados aplicados a las plantas y que Indalecio  recitó de memoria toda su vida.



Su madre, que era costurera, le cosió un uniforme de verano, con el número trece marcado, y otro de invierno, con pantalón de pana, pelliza y guantes de fieltro. Todos los días agarraba Indalecio su bicicleta desde los Llanos, muy de mañana, antes de que apretara el calor,  y subía hasta La Alcazaba por la calle Almanzor. Abría la Puerta de la Justicia como si inaugurara el mundo, sacaba la manguera del almacén y regaba las adelfas y cipreses, recortaba las chumberas y geranios,podaba los tallos de los granados y arrancaba malas hierbas de los macizos de romero y lavanda, en esa fortaleza milenaria, en ese cerro aislado, en el que, por unas horas, era el único amo, mientras veía emerger el sol sobre la playa, como en un cuadro de Sorolla. 



Allí, en esas alturas celestiales, se sentía como el  kalifa Indalecio, no era en ese momento el hijo de Mariano el de Los Llanos, sino el nuevo Almutasim, mientras sacaba el bocadillo de la fiambrera y se refrescaba con la cantimplora bajo una higuera; allí sesteaba viendo cómo conducían el agua con precisión cirujana las acequias escalonadas diseñadas por Prieto Moreno, cómo se iba dorando el estanque mientras se desperezaban los renacuajos, cómo rivalizaban en esplendor los surtidores de la fuente de La Estrella y de La Culebra. Era un hombre anónimo, un veguero rudimentario con su boina calada, pero pocos almerienses han disfrutado más, en la soledad del orto, entre el rumor del agua y el color de las flores, de ese monumento grandioso, de ese balcón moruno que se yergue como bastión medieval sobre el prontuario. 



Cuando se celebraban en el recinto los Festivales de España tenía que dormir allí al raso para preparar el escenario, igual que cuando la visita del príncipe, que apareció un día rubio como la cerveza, vestido de guardamarina y se le quedó mirando cómo barría con una escoba las hojas balsámicas de los eucaliptos. Allí vio Indalecio a Sean Connery rodando  El Viento y El León y a Manolo Escobar cogiendo por la cintura a Paca Gabaldón. La Alcazaba era, por esas fechas, de los 60 y los 70, el gran reclamo de la Almería más turisticona, el abrevadero por donde pasaban ministros como Fraga o los poderosos subsecretarios del Régimen o donde cantaban los artistas del momento en pantalones de campana o donde las misses desfilaban del brazo de su padrino camino de la corona. Pero, antes de esos fastos, cuando se abría el día, el dueño de las flores, el cacique de los jardines, el amigo de los gorriones que se posaban en las almenas musulmanas, era él. 


Después fue destinado a cuidar las jardineras del Parque, cuando allí se celebraban las ferias, y tenía su refugio en la Casa del Jardinero, que aún se mantiene intacta junto a la escalinata de la Reina. Arregló también la rosaleda de La Pipa, los parterres de Ciudad Jardín, sembró el césped del Franco Navarro  y a la vuelta se paraba en La Cañada, en la casa del practicante don Juan Oña, a recoger las cartas que iban destinadas a los cortijos de los Llanos. Puso también en El Boticario un huerto de claveles que vendía en los mercados, arreglaba la ermita de la Virgen para la romería de Torregarcía, embellecía los coches para las bodas y a su esposa nunca le faltó un ramo de rosas, recolectadas con sus manos, en el comedor de la casa. Pero  en ningún otro sitio fue tan feliz Indalecio, el fiel jardinero, como en aquellos amaneceres solitarios oyendo a los pájaros en La Alcazaba.


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