La historia de la señora Amalia

Su leyenda se fraguó en la cocina, frente a sus guisos, cuando se encerró en su fonda de Dalías

Amalia Lirola, con unos clientes franceses que recorrieron la Alpujarra para probar sus guisos.
Amalia Lirola, con unos clientes franceses que recorrieron la Alpujarra para probar sus guisos.
Manuel León
07:00 • 03 mar. 2019

Uno atraviesa el dintel antiguo de esa fonda alpujarreña y lo primero que  percibe es el aroma del perejil y la cabeza blanca de una anciana venerable, con la boca abierta y los pies abrigados bajo una mesa camilla con  tapete de ganchillo. A su lado, una montaña de blusas y faldas esperando la tersura del planchado y un sinfonier coronado de marcos con fotos de padres, hijos y nietos, el río de la vida en unos centímetros. Allí,en un sillón de skay está cada día,  para quien quiera verla, Amalia, esa maestresala de los sabores honrados, esa madonna italiana de Dalías famosa en el mundo entero,  alejada ya de los borbotones de las ollas, pero con la mente intacta de recuerdos. 



Uno intuye que Amalia Lirola Rubio, Amalia, la de la Fonda, simboliza como nadie eso que se ha dado en llamar la historia silenciada (o silenciosa) de las mujeres. Nació en 1930 en la calle La Iglesia de Dalías y se crió en Las Moriscas, en un cortijo del célebre empresario uvero don Eduardo Martín, del que su padre era medianero. Allí -antes de que supiera que su vida iba a estar entre los pucheros, ‘donde anda Dios también’, diría la Santa de Avila- Amalica aprendió a vendimiar la uva dorada y a hacer capachetas de madera para emporronar la uva con serrín. Su padre, Pepe el Lunaro, le confiaba el cuidado de los marranillos que Amalia sacaba de paseo para que comieran hierba. Y también iba a la escuela de doña Antonia a aprender las cuatro reglas, menos las temporadas en las que  sembraban présules y berenjenas en la huerta cuando entonces tenía que tocar un tambor de hojalata para espantar a los pájaros y que no picotearan la simiente. Después se metió a coser con unas modistas que llamaban las Vallecillas donde hacía vestidos para las mujeres de Balerma que los estrenaban el día de la Virgen. 



Cuando ya se hizo moza, conoció a Antonio Ruiz, un vecino bachiller que al principio ni fú ni fá, hasta que le escribió una carta y a través de las letras se enamoró del autor. Noviaron diez años, “para que no hubiera sorpresas”, y cuando se casaron se fueron a vivir al barrio de Almohara. Antonio trabajaba como ayudante de Los Malenos, tres hermanos que eran los cosarios del pueblo, los que traían de Almería en camionetas todo lo que se necesitaba en Dalias, desde cuadernos hasta botellas de lejía, y lo que llevaban la verdura de la huerta a la corrida de Antonio Góngora.



Algunos días, a la hora del almuerzo, su marido le preguntaba “qué estás aviando Amalia” y le contestaba que guiso de patatas o caldo de fideos con habas y le decía “pues echa también para unos amigos”. Y allí en el comedor se presentaban de pronto tres o cuatro viajantes, que decían que no les gustaba ir a la posada de Evaristo porque olía a mula.  Entonces Antonio se enteró de que el médico, don José Fornieles, ponía a la venta un caserón desportillado en el centro del pueblo que era habitado por las mujeres de la uva durante la temporada de que duraba la faena. Antonio le dijo: “Amalia, tu te atreves a llevar una fonda” y “qué perdemos con probar, Antonio”, le contestó ella.



Pidieron un préstamo para pagar los cuarenta mil duros que le costó y en 1965 abrieron las puertas. Amalia adecentó seis alcobas para los clientes -ahora son diez- habilitó un pequeño comedor junto al huerto, empezó a cobrar a seis pesetas la comida y aquello empezó a llenarse todos los días de gente. Sobre todo desde que se inventó el primer ‘self service’ de la provincia bajo el eslogan: “usted repita las veces que quiera, que le voy a cobrar lo mismo”. Paraban viajantes de ropa como Antonio el de los Atajuelos, el de los huevos, el del tabaco, el de Barcelona que traía manteles de hilo para los ajuares, el de Pastas Gallo de Granada, Ginés, que venía de Cartagena, con las mantillas para las Fiestas del Santo Cristo.



Las recetas  de Amalia fueron creciendo como la levadura: arroz con caracoles y habas, berza, potaje de habichuelas, manitas de cerdo los domingos, boniatos endulzados, el manolito: una suerte de guiso de patatas carne y arroz que comían los pastores en el cerro. Tenía al lado de la pensión un corralillo donde la familia criaba conejos y marranos que después eran materia prima para sus guisos.



Un día hizo comida para más de cien y la Asociacion Talía la distinguió con uno de sus premios. Como el ministro Barrionuevo, cliente asiduo, que promovió y consiguió que le concedieran a la gran Amalia la Medalla al Mérito Turístico. Tiempos en los que se sucedieron los debates, entre palomos e indios, por la independencia de El Ejido de su matriz, muchos de ellos al amparo de un cocido y unas botellas de vino de Albondón y anís de Rute, en Casa Amalia. Los comensales entraban en la cocina como Pedro por su casa y levantaban las ollas como carpantas para oler esa gloria que cocinaba Amalia y después dejaban escrita una frase de agradecimiento en la servilleta.



En la placilla de la fonda había costumbre de despedir a los difuntos de cuerpo presente, mientras el cura les echaba un responso, pero los clientes no se sentían amedrentados por eso: el muerto al hoyo y el vivo al bollo.


Amalia nunca dejaba de trabajar -su nombre en árabe significa abeja del hogar- y solo cerró dos veces las puertas: cuando murieron su madre y su marido.


En su casa estuvieron Lola Flores y su hija, la Pantoja, Maria Dolores Pradera, los  Gemelos del Sur, Betty Misiego, Emilio el Moro y Rudy Ventura que entraba en la cocina a tocar la trompeta, mientras Amalia fregaba las sartenes donde había freído un choto con ajos. Y la llamaban de la radio para que explicara la receta del día y hacía un saco de buñuelos para los de la traca de las fiestas.  Amalia es una institución en Dalías, casi como el Casino, donde tanto bailó, antes de convertirse en monja de clausura en la cocina. Ahora, la eterna Amalia, ya no se pone el mandil, el negocio lo llevan sus hijos, pero los clientes se sienten más seguros cuando la ven, como al Cid en la batalla, aunque ya no pueda levantarse de la mecedora.


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