A las ferias y mercados con el Caito

El autocar de la familia Baraza ha vertebrado durante 90 años, más que ninguna otra cosa, la vida de la gente de los pueblos del Levante

Uno de los autocares del Caito y miembros de la familia Baraza.
Uno de los autocares del Caito y miembros de la familia Baraza.
Manuel León
01:00 • 19 feb. 2017

Subíamos cada mañana  con la raya recién hecha y oliendo a colonia a ese autobús que nos llevaría al Instituto, entre miradas furtivas a la compañera de trenzas trigueñas con la que compartíamos el asiento de skay.




Iba Domingo y su bigote al volante, mientras por detrás veíamos cómo el Gusano, que llevaba a los de Turre y Mojácar, se doblaba como una lombriz por la Media Legua. Era el Caito - que venía a buscarnos desde Vera- como las primeras alas que nos salían en la pubertad para alejarnos por unas horas de nuestro pueblo querido.




En ese autocar de la familia Baraza fluía la vida de la gente de los pueblos del Levante, donde se veían, donde se saludaban, donde se persignaban según la costumbre de entonces, donde se contaban las penas y las alegrías.




El caito valía para todo: para acercar a las madres al mercado de Vera a comprar verduras o al de Turre a por harina molida para los dulces;  para ir a la feria de Mojácar a bailar pasodobles con el novio;  para que el padre, con la maleta agarrada, llegara a tiempo de coger el tren de Zurgena rumbo a alguna fábrica de Sabadell o de  Manresa; para que nos escalabraran los del pueblo de al lado al terminar el partido; para que los veratenses o los antusos pudieran echar un día de playa en la Almica, bajo las casetas de cañas.




Por el Caito -durante años, durante décadas enteras, fluyó la vida de verdad, el vivir cada día de todo ese racimo de pueblos vecinos, antes de que el coche llegara a ser un artículo más en cada familia y la gente empezara a dejar de depender de los horarios de llegada y de salida del autocar de línea.




Solo había que poner la oreja, entre curvas y baches, para enterarte de quién se había muerto en Los Gallardos, por qué hijo iba ya la Papa Frita de Cuevas o a si a los concursantes del Un, dos tres, la noche antes, les había tocado la Ruperta o el apartamento.




Los malos estudiantes se notaban por cómo iban leyendo nerviosos en ruta las cuartillas antes del examen con Facundo o con José el filósofo. Y cuando se corría la voz de que Antonia Baraza iba a cobrar el mes, había estampida general y entonces, las salidas de Mojácar o de Turre o de Garrucha, frente al Hotel Delfín, se llenaban de estudiantes haciendo autoestop a Vera para ahorrarse el dinero del Caito y poder gastárselo en cervezas en el bar del Susto.




Nuestro Caito -porque ya era casi como nuestro- también empezó a hacer viajes discrecionales a Alemania para llevar a emigrantes de la comarca y en uno de esos, los chóferes Diego Caparrós y Diego Soler, que aún no se habían acostumbrado a carreteras tan lejanas, se confundieron y acabaron casi en Rusia tardando casi un mes en volver.


También fue el Caito el que, trabajando para un recién llegado José María Rossell y Petoño, su lugarteniente, se trajo los primeros turista alemanes desde el aeropuerto  de San Javier, porque Almería aún no tenía aeropuerto.


Y fue el Caito, con Diego, con Santi o con Domingo al volante, ya con coches más modernos como el Setra o el Pegaso, dejando atrás La Pontiac o el Magiro de gasógeno, el que empezó a dar viajes nocturnos pasando por cada pueblo para que esos jóvenes de entonces, de patilla y marihuana, pudieran bailar con zuecos y pantalones de campana en El Continental de Mojácar o años después en la Big Ben de Turre, en las fiestas del Instituto que organizaba el infatigable Antonio Caballero. Nada como el  entrañable Caito, como ese legendario autocar que tanto ha visto, ha contribuido a vertebrar, sin trampa ni cartón, esa tierra fronteriza de la Axarquía almeriense.


Ni la Diputación ni  los mapas, lo que de verdad nos ha unido durante generaciones a padres y a hijos de todos esos pueblos, ha sido ese coche,  donde las mujeres se agarraban a la carrocería para ir a comprar aceite, donde los vendedores de los puestos iban apretujados con gallinas  cacareando o con roetes de sardinas en la cabeza, donde Agustín el de los iguales cantaba los números, donde los estudiantes trazábamos corazones sobre el vaho del cristal.


Su historia, la del Caito, nació en el año 1929, cuando Antonio Baraza Céspedes, hijo del  tío Bartolo el Caito, un cosario veratense  que iba a por vinos a Jumilla  con la tartana, se hizo con la concesión de la ruta de Garrucha a la Estación de Ferrocarril de Zurgena, que hasta entonces había compartido con Angel Piernas y el turrero José Bascuñana.
Antonio y sus hermanos José y Pedro fueron prosperando, en esos caminos aún con piedras como huevos prehistóricos, llevando mercancía de todo tipo hasta el  tren. Al frente del despacho estaba Robles, el factor, y el chófer más fiel, Francisco Clemente.


Con los años Antonio se quedó en solitario con el negocio, junto a su mujer, Ana María Gómez, una antigua costurera con la fuerza de un búfalo para ir a a Almería a meterse en el despacho del Gobernador y pedirle mejoras en la línea. De Antonio, tras el fallecimiento de su hijo Bartolomé, pasó la empresa a Antonia Baraza, su hija menor, una leona que fue gerente durante 30 años, junto a su marido, el malogrado Diego Caparrós, antiguo chófer con gorra de plato de doña Isabel Giménez.


Ahora es Antonio Caparrrós Baraza, en cuarta generación, el auriga del nuevo Caito, un símbolo para la gente del Levante almeriense, ese autocar que nos llevaba y nos traía, como un río, donde tanto reíamos, donde principiamos a comprender la vida.



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