La niña del desierto sueña con ser Guardia Civil

Ochenta niñas y niños de origen saharaui pasarán el verano con familias de acogida en Almería. Algunos de ellos deciden quedarse. Esta es su histori

Hanna con sus padres de acogida, Teo y Jesús, se refrescan en la piscina de la vivienda que la familia tiene en Huércal de Almería, donde viven.
Hanna con sus padres de acogida, Teo y Jesús, se refrescan en la piscina de la vivienda que la familia tiene en Huércal de Almería, donde viven.
Rosa Ortiz
20:27 • 06 ago. 2016

Cuando Hanna llegó por primera vez a casa de Teo y Jesús, en Huércal de Almería, acababa de cumplir nueve años pero aparentaba varios menos. La niña, completamente desnutrida, rayaba el raquitismo, sufría una perforación en un oído fruto de varias infecciones mal curadas, tenía restos de arena en ambas retinas y los parásitos anidaban entre los rizos de su pelo negro.




“Llegó muy mal. La primera noche que durmió aquí la cogí en brazos y era tan pequeña que no tenía más que dientes”, recuerda Jesús. Y mira a Hanna, sentada a su izquierda y convertida ahora en una preciosa adolescente de diecisiete años que acaba de decidir lo que quiere ser de mayor: convertirse en agente de la Guardia Civil. Si lo consigue, bromea con ella su familia de acogida, seguramente será la primera del cuerpo de origen saharaui.




Porque allí, en pleno desierto, en la región de Tindouf, al suroeste de Argelia, en el vértice donde confluyen las fronteras del Sáhara Occidental, Marruecos y Mauritania, nació Hanna, en un campamento llamado Bojador. Un lugar inhóspito, aislado, tan extremo que en verano registra temperaturas que pueden llegar a los 60 grados, plano como la palma de la mano.




En Bojador, como en el resto de los campamentos -El Aaiún, Dajla, Auserd, Smara y Rabunni-, no existen las alturas, por eso a Hanna, al principio, le asustaban las escaleras y los ascensores. Le daban vértigo. “En realidad, todo le daba miedo: los interruptores, los grifos, el portero automático. No sabía ni manejar un abanico. No sé cuántos me pudo romper ese verano”. 




El primer verano juntos
Lo cuenta Teo, su madre de acogida, que recuerda lo difícil que fue para toda la familia aquel primer verano juntos. Desde entonces han pasado ocho años y Hanna ya no es uno de los ochenta niños saharauis que, por ejemplo, pasan el verano en Almería con otras tantas familias dentro del programa “Vacaciones en paz”. Desde hace cuatro vive de forma permanente con Teo y Jesús y dos de los cuatro hijos del matrimonio. “Como mis hermanos de España no hay nadie. Me entiendo mejor con ellos que con los verdaderos”, dice la joven.




La convivencia familiar es ahora una balsa de aceite pero el tránsito hasta llegar aquí, reconocen, no ha sido fácil. Por el camino, Hanna tuvo que aprender que las cosas no eran siempre como en vacaciones, que había obligaciones, una rutina que cumplir todos los días. Que no todo era pasear, ir a la piscina o salir a tomar un helado.




Solo las familias que se atreven a dar el salto hasta la acogida permanente conocen esas dificultades, opinan Teo y Jesús. Porque no todos los chicos se amoldan. El primer año, además, es nulo desde un punto de vista académico: tienen que aprender el idioma, adaptarse a sus compañeros, a la forma de estudiar. En el caso de Hanna, a todo ello se unió el acoso escolar al que se vio sometida por otra chica del colegio en su primer curso en España. Por suerte, aquello terminó hace tiempo y hoy, la niña del desierto que sueña con ser guardia civil, es una alumna aplicada, con muchas ganas de aprender, trabajadora y también muy agradecida.




Así lo cuenta Belén Redondo, profesora de inglés de Hanna en el instituto y madre de acogida primeriza de otra niña saharaui, Yughi: “En los diez años que llevo en la enseñanza, ella ha sido la única niña que me ha preguntado si podía sentarse a mi lado para aprender”.


Yughi no pierde ápice de la conversación entre adultos, pero lo hace muy callada, observándolo todo con sus grandes ojos negros. Hanna le hace algunas preguntas en hassani, el idioma saharaui, pero la pequeña, reticente, apenas contesta con unos cuantos monosílabos. Posiblemente, sea timidez. Con seguridad, echa de menos a su familia. Teo y Jesús, con más experiencia, cuentan que, el primer verano que pasan fuera del Sáhara, todos los niños quieren volver pronto con sus familias. “Cuando llegó, Hanna se pasó tres días llorando. Tenemos que entender que, aunque sus condiciones de vida sean extremas, no tienen carencias emocionales. Sus familias están estructuradas, son familias muy grandes, ellos son felices allí aún con las necesidades tan enormes que tienen”, explican.


Diferencias económicas
Tampoco todos los niños llegan en idénticas condiciones aunque sus circunstancias de vida sean similares. Como en cualquier parte, en el Sáhara hay familias con más posibles y otras con menos, algo que también ocurre en los campos de refugiados. Yughi, por ejemplo, aterrizó en Almería sin problemas de salud, con la dentadura en perfecto estado -la elevada concentración de flúor en el agua provoca en estos críos lesiones irreversibles en el esmalte- y el pelo sin rastro de piojos. La niña, además, demuestra una educación exquisita en la mesa. “Me resultaron sorprendentes sus buenos modales”, explica Belén. Lo único que aún le cuesta a la pequeña Yughi, admite su madre de acogida, una mujer valiente que, divorciada y con un niño pequeño a su cargo, ha decidido tenerla en casa este verano, es decir “gracias” y pedir las cosas “por favor”.


“Es evidente que hay un choque cultural que con las niñas se nota más. A ellas, por su educación, sostener una mirada directa con un hombre o sentarse a su lado, les cuesta. Con Hanna, la situación se superó hace ya tiempo pero con la primera chica de acogida que tuvimos, no”, sostiene Teo, que recuerda que la joven, llamada Hadiya, nunca llegó a sentarse en el mismo sofá con los hijos varones de la familia.  A pesar de todas las dificultades, que las ha habido, el matrimonio también admite que la experiencia a nivel humano les ha enriquecido más que cualquier otra cosa. 


Viaje al desierto
Para conocer más a fondo la realidad del pueblo saharaui, ambos se embarcaron en uno de los viajes que organiza el Frente Polisario. Un larguísimo recorrido hasta llegar al desierto, donde más de cien mil personas viven en haimas y frágiles casas de adobe. “Mi visión  cambió totalmente. Fue como retroceder cien años”, relata Teo.


Los críos vienen con los papeles en regla y una premisa básica: ninguno es adoptable.  Otra cosa es que, cuando crecen, muchos quieren quedarse a vivir aquí. Es, por ejemplo, el caso de Hanna. “Solo volveré al Sáhara para ver a mi familia”, dice con rotundidad.  “Aquí se vive mejor, pero hay que lucharlo, en España las cosas no son gratis como todo el mundo piensa allí” . 



 



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