El destierro del padre de Patxi López en Huércal-Overa

El hoy presidente del Congreso, con siete años, pasó el verano de 1966 en la Posada Bellavista junto a su progenitor, el histórico sindicalista Lalo

Eduardo López  vivió durante varios meses en Huércal Overa. Arriba su hijo Patxi.
Eduardo López vivió durante varios meses en Huércal Overa. Arriba su hijo Patxi.
Manuel León
01:00 • 03 abr. 2016

Un niño tímido de grandes narices llegó al pueblo en el verano de 1966. Venía, acompañado de su abuelo Emilio, de cruzar España entera para ver a su padre, aunque no como el hijo de Pedro Páramo para reclamarle plata, sino para darle besos. Aunque Huércal-Overa no llegaba a ser Comala, por la carretera general, la N-340, la antigua Vía Augusta de los romanos, aún polvorienta, apenas transitaban coches. El niño Patxi, el hoy presidente del Congreso y tercera autoridad de esta Península vieja, montaba allí con los nietos y amigos de la fonda donde se hospedaba su padre, la Posada Bellavista, interminables partidos de fútbol con porterías de piedras.




Moscas y calores
No es que fuera el anchurón de la Iglesia de su barrio Portugalete, donde jugaba a pelota vasca, ni las peleas con tirachinas de los de Corcojales con los de Ranche, frente al Puente Colgante, pero algo era algo, en esos días estivales de moscas y calores, en esa provincia de esparto y de legañas.Ese niño había llegado hasta allí, a mil kilómetros de su Bilbao natal, porque  a su padre, Eduardo López Albizu alias Lalo, un líder obrero del tardofranquismo y empleado en La Naval, había sido condenado a la pena de destierro, tras ser detenido junto a otros compañeros en un Pleno clandestino del Buró Internacional Juvenil Socialista, como dos año más tarde le ocurrió también al político Juan María Bandrés, deportado unos meses en Purchena.




Patxi López se crió en la margen izquierda del Nervión, viendo enfrente los palacios de los ricos de Neguri, los Chávarri, los Ibarra, en un pueblo de fábricas y huelgas, viendo cómo a su casa acudía gente clandestina aún como  Felipe González alias Isidoro, el andaluz Manolo Chaves o Nicolás Redondo con su cazadora de paño.




Su padre ya había dado varias veces con sus huesos en la cárcel y esa primavera emprendió el camino del destierro, como un Mio Cid, a ese desconocido pueblo almeriense. No solo eso, su madre también fue deportada, a Cáceres, tras encontrarle, en un registro policial, unos panfletos escondidos bajo el colchón de la cama de su único hijo que era Patxi.




La señora Josefa
La pena de destierro estaba todavía en vigor en ese Régimen que olía ya a neftalina y que  mantenía aún esos tics de la más cruda Postguerra, de los tiempos en que se daba aceite de ricino a los perdedores. Allí, a esa frontera entre Murcia y Andalucía, llegó el pequeño Patxi, que después sería el primer lehendakari no nacionalista en su tierra. Allí arribó,  de la mano del padre de su madre, en el coche del taxista Tragaduros. Y allí, en la posada de la señora Josefa, se quedó un verano eterno, cogiendo caracoles con los niños huercalenses de la época, entre  gente trabajadora, como los peones de las nuevas carreteras, que acudían al Bellavista a comer a medio día un plato de cuchara, a pesar de la calor que derretía los azulejos andaluces de la entrada.




Un niño sin Comunión
Cada noche, Patxi, el hijo del metalúrgico Lalo, subía la escalera de madera hacia el dormitorio de la pensión, que aún conservaba esas jofainas antiguas para el aseo matutino. Allí, Patxi, el que ahora templa las  gaitas de Pedro, de Pablo, de Albert, los nuevos cachorros de la política patria, compartía el jergón con el autor de sus días, oyendo su respiración de tabaco negro en la noche callada huercalense, a pesar de que por su culpa, por razón de ese exilio forzoso, no había podido hacer la Comunión, como sus compañeros de pupitre en los Agustinos.




A pesar de todo, a pesar de la distancia, el chavea de Portugalete, se sentía protegido, mimado por un padre que no le quedaba más remedio que poner buena cara, como si nada estuviera pasando. Se sentía confortable con los dueños de esa pensión entrañable que lo trataban como a un nieto más, sin mediar palabra sobre las razones de su estancia allí, sin mirar si tenía rabo por ser hijo de rojo, en esos años aún de plomo.




La alfalfa de los conejos
Allí aprendió que los caracoles se comen y que el laurel sirve como acompañante de las comidas y que un santo varón, el Cura Valera, era el héroe del pueblo, a pesar de no ser jugador de pelota. Paseaba con sus nuevos amigos por La Alameda por las tardes, observando el carrito de los helados, el Bazar de Silvente, tras haber ido a alguna charca a buscar renacuajos, como recordaba esta misma semana por teléfono, con una voz tímida que intentaba divulgar por primera vez esas vivencias remotas.Echaba de menos el bacalao de su abuela, pero tenía el arroz con conejo del Bellavista; extrañaba el aire refrescante de la ría y el olor a hierba húmeda, pero tenía a su disposición un gallinero para ver triscar a las aves ponedoras junto a los conejos rumiando alfalfa que lo miraban con ojos descreídos.


Veía cómo llegaba el hijo de la dueña, Jerónimo, chófer de la Alsina, a recoger a los viajeros que iban para Almería y cómo,  al medio día de los lunes, el bar de la fonda se llenaba de transeúntes y cosarios que venían de Nieva y de los Uribes al mercado y de músicos que llegaban para amenizar las ferias de verano.Aprendió mucho el rapaz Patxi de aquellos días infantiles huercalenses, le ensancharon su mundo de Alfanhuí, cuando comprobaba cómo gente casi desconocida, por las noche, en la brisa del patio, le acariciaban la cabeza, como si fuera un retoño más de la familia.


Un balón de regalo
Aún recordaba esta semana, desde su despacho madrileño de la Carrera de San Jerónimo, custodiado por dos ujieres, el día que se fue de Huércal-Overa, y cómo esa gente humilde, que vivía entre duelos y quebrantos, le regalaron, de recuerdo, todo un balón de reglamento como el de Kubala que fue para él, durante toda su infancia, como el Rosebud de Kane, para un niño vasco de siete años que no había podido hacer la comunión, para el hijo de un desterrado por Franco, para el hijo de Lalo, al que no iban a volver a ver nunca más por esa tierra.
 



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