Por Odín y todos los dioses

Alberto Gutiérrez
09:00 • 22 oct. 2022

Perdonen que empiece de esta manera, pero estoy hasta el colodrillo de la mala educación que se ha extendido en la sociedad como una mancha de petróleo en el océano. Esta sí que es una epidemia que sufrimos todos los días del año. ¿Cuántas veces ha sostenido usted la puerta para darle paso a otra persona y ésta ha cruzado sin decir gracias? A mí me sucede con frecuencia y no sólo con los más jóvenes sino también con los mayores. Y, claro, se te queda cara de botones de hotel a la espera de propina. Lo más impresionante es que los maleducados (y maleducadas) pasan a tu lado con la cabeza alta, como monarcas a punto de ser coronados en palacio. Hay que joderse. Con perdón.



La mala educación nos ha traído muchas normas que antes eran innecesarias. Cuando vas a entrar en la piscina de una comunidad, antes de meter el piececito en el agua, debes estudiar sobre lo que puedes o no puedes hacer dentro del recinto. Falta que te prohíban bañarte. En realidad, ya lo hacen a ciertas horas, porque algún cafre se metió en su día a deshora en la piscina, armó mucho jaleo y despertó a los vecinos. Así que norma al canto.



Pero incluso con las normas vigentes en la sociedad abundan los maleducados e incívicos. Es habitual ver a muchos tirando papeles y plásticos al suelo por la calle, y si les dices que se les ha caído –por si cuela la sutileza- algunos te contestan que lo han tirado adrede. De modo que no insistes porque puedes salir fregado, como dicen los mexicanos, y uno no sabe con quién se juega los cuartos y si merece la pena reconducirlos hacia el civismo más básico so pena de recibir un guantazo con la mano abierta. Lo que no aprendieron en casa deberían entenderlo con sanciones contundentes. Pero aún no he visto a nadie multado por ello.



Por suerte, aún quedan personas educadas. Cuando te las encuentras notas que tus ojos recuperan el brillo perdido y que tu alma se ilumina. Hasta el punto de que yo me voy alegrando cuando en un bar el camarero te ofrece con simpatía un vaso de agua después del café o cuando alguien te contesta a un mensaje al que dedicaste mucho interés pero que en muchas ocasiones suele caer en el pozo del olvido. Que te respondan empieza a ser casi tan milagroso como que te den las gracias cuando sostienes la puerta, que decía al principio. Un día les voy a soltar, cual vikingo que acaba de quemarse con aceite hirviendo: “¡Por Odín y todos los dioses, acabas de cruzar un umbral de no retorno!”.  Y a ver qué pasa.







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