Tiempo de silencio

Lo que llevamos encima no es un teléfono móvil como los que usábamos hace años

José Luis Masegosa
00:45 • 21 mar. 2022 / actualizado a las 08:58 • 21 mar. 2022

Vivimos en una realidad que es muy mala novelista, y lo peor es que no hay más remedio que tragarnos sus ramplonerías, sus incongruencias y hasta sus casualidades. No es de extrañar por tanto  que la incredulidad que nos despiertan determinadas secuencias de algunas ficciones no sea fruto de una casuística, sino de la utilización de hechos, pasajes o acontecimientos reales en las obras de ficción. A propósito, no sé si alguno de los lectores recordará la historia real que hace más de una década protagonizó un muchacho uruguayo, quien viajaba de noche en un autobús desde Málaga a Madrid, un trayecto de varias horas de recorrido en las que, como la mayoría de los viajeros, el joven activó su teléfono móvil y llamó a alguna persona conocida. En el transcurso de la conversación dijo a su interlocutor:





“Acabo de matar a un tío”. La mala suerte o el azar le habían situado en su asiento contiguo a un pasajero que resultó ser un policía fuera de servicio, quien oyó perfectamente la conversación y en la siguiente parada del viaje se apeó del autobús. El agente no dudó en comunicar con sus compañeros para que comprobaran la veracidad o falsedad de la confesión telefónica. Cuando el policía subió de nuevo al vehículo para reanudar el viaje ya disponía de toda la información que afectaba directamente a su compañero de asiento.



Tal vez el aburrimiento y la falta de cautela perdieron al joven, quien había decidido poner tierra por medio, aunque nada más descender del autocar, a su llegada a Madrid, fue detenido por varios inspectores que le aguardaban como agua de mayo. Unos días atrás se había producido un apuñalamiento mortal durante una riña multitudinaria en una calle de la ciudad andaluza, cuyo autor había sido el viajero uruguayo. En verdad, lo que desveló el caso fue el hábito compartido por casi el cien por cien de los ciudadanos idiotizados por el uso del teléfono móvil. 





El dichoso dispositivo se ha hecho imprescindible en una sociedad que cada vez está más carente de pudor, pues los usuarios utilizan su terminal en cualquier lugar y momento  sin reparar en la presencia de involuntarios testigos auditivos, tal vez porque desdeñen la intimidad propia y ajena y porque asistimos a un  progresivo exhibicionismo social. Hay que enseñar todo en todas partes, de tal guisa que la vida transparente es lo menos atractivo que podemos imaginar y, además, bastante perjudicial. En ocasiones, he tenido que desplazarme algunos metros, cambiar de dependencia o poner distancia por medio para no tener que enterarme y tragarme la cantidad de estupideces y tonterías que soltamos en nuestras conversaciones con el aparatito que, dicho sea de paso, tanta y acertada utilidad nos presta.



No es que un servidor abomine del tan útil, preciso y socorrido teléfono móvil, pero, lejos de las adicciones patológicas, no estaría de más que de cuando en vez nos impusiéramos un día de ayuno total, pues hacer una completa huelga de móvil va a ser más complicado. Tengamos en cuenta que lo que llevamos encima no es un teléfono móvil como los que usábamos hace años. Llevamos un teléfono inteligente, es decir un dispositivo que alberga agenda, teléfono, cámara de fotos, cámara de video, correo, bloc de notas, mapa, calculadora, radio, televisión, reloj….y una larga e interminable carta de servicios que es cierto que nos hace la vida más fácil, pero también nos la complica. 



Pregunto si no es imposible estar como mínimo un par de horas sin llamar por teléfono, sin consultar el correo ni el whatsapp, sin hacer una fotografía o sin mirar el reloj. En verdad, ¿necesitamos tanta información?. Quizás vivamos un tiempo en el que sea oportuno y beneficioso poner el dispositivo móvil en silencio para descubrir el silencio, pues a lo mejor nos vamos a descubrir a nosotros mismos.

En tanto que un dicho árabe precisa que el silencio es el muro que rodea la sabiduría, Jesucristo se pasó cuarenta días en silencio en el desierto, y Ghandi expresó en más de una ocasión que “mi arma mayor es la plegaria muda”. No es la primera vez que me refiero al silencio y a la necesidad del mismo, quizá porque cada día  vivo situaciones en las que aquél está más alejado de nuestros entornos. Si nos detenemos un instante seremos conscientes de oír en la calle, en el autobús, en los trenes, en los restaurantes y bares, un sinfín de monólogos a voz en grito que nos causan rubor o rechazo de los usuarios de los teléfonos móviles.

Estas reflexiones me han llevado en numerosas ocasiones a valorar cuanto callamos, algo que tan bien definió Karl Kraus: “Quien calla una palabra es su dueño; quien la pronuncia, su esclavo”. Acaso vivamos instalados en el error permanente y nos hayamos esclavizado con nuestro propio desarrollo tecnológico. Al respecto, –creo que la cita la he apuntado en algún otro artículo- el escritor Ernesto Ferrero aporta una ilustrativa anécdota en su obra “El mejor año de nuestra vida”: Año de 1984, primavera de Sevilla. Italo Calvino y su esposa, Chichita,  visitaban la ciudad en unos días que también acogía la presencia de Jorge Luis Borges.

El autor argentino invitó a su hotel a un nutrido grupo de amigos, entre ellos el matrimonio Calvino. Mientras su esposa, Chichita, argentina como Borges, que ya sufría desde hacía años una ceguera total, conversaban animadamente, Italo Calvino se mantuvo discretamente algo alejado hasta que su mujer se vio en la obligación de advertir a su paisano: “Borges, Italo también está aquí…”. El autor de” La Biblioteca de Babel” desvió la cabeza y con un gesto muy propio de quienes han perdido la visión sentenció la importuna advertencia de su paisana, como si hubiera preferido que guardase silencio. Y es que tal vez nunca sepamos descubrir el tiempo de silencio.


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