Las casas desiertas

“Se nos va el verano como una pupila por donde ha soplado un viento de pétalos perdidos”

José Luis Masegosa
07:00 • 06 sept. 2021 / actualizado a las 09:20 • 06 sept. 2021

Se nos va el verano con la fugacidad de un rayo. Declinan los días rendidos cuan vasallos del ocaso, y nos vamos a desgana de los cielos que han cobijado días, acaso semanas, de esa suerte de ausencias que ha albergado nuestras vidas. Ausencias de rutinas, de los rostros y las voces que acompañan las extorsiones y los chantajes del tiempo, la inmediatez, las urgencias y el estar al día de cuanto imponen los señores de este mundo. Ausencias que mañana, una vez más, serán presencias que nos desvelarán  la vulgar cotidianidad que, tal vez de manera imperceptible, abrigue nuestra sombra durante un largo trecho de este andar haciendo camino. En muchos lugares de nuestra particular geografía todas las horas de todos los últimos días han compartido idénticas secuencias de la misma filmografía: la incertidumbre interior de cada uno de nosotros cuando hemos cruzado, quizá sin un piadoso resquicio a la reflexión contemplativa, el umbral de la puerta que se nos abrió semanas, días, meses atrás, para regalarnos ese sueño de ausencias que, de alguna manera, significa el verano. El último gesto, dar la doble vuelta a la llave y echar la cerradura, tras cerciorarnos de que el portón queda bien anclado, se nos antoja el epílogo de la historia que, acaso sin pretensión concreta, hemos escrito y que ahora comparte estancia, la personal de cada uno, y la que dejamos inanimada entre los muros que nos han acogido.



Se nos va el verano como una pupila cambiante. Su rastro queda ahora oculto bajo las telas y sábanas blancas  que vestirán, durante largos e inciertos meses, enseres y mobiliario. Las casas desiertas de mi memoria siempre han jugado  a los fantasmas. En mi recuerdo suenan los teclados que imaginaba a alguien acariciando sobre la superficie textil que los protegía: la máquina de coser, el aparador, el piano enmudecido, la coqueta, la tumbona de mimbre donde dormíamos la siesta, la alacena, con ese perenne olor a laurel que nos reencontraba en cada regreso, los armarios con eternos aromas de membrillo, y las estanterías donde habitaban en pacífica convivencia los innumerables protagonistas de las miles de historias que dejábamos a buen recaudo de un verano a otro. Ellos, los libros, son ahora, junto a la carcoma y las partículas de polvo, los habitantes de ese mundo silente que guardan las moradas estivales, donde quizás encuentre acomodo algún vencejo insomne si antes no se lo rapiña algún  murciélago ambicioso. 



Los espacios que hemos respirado son los mismos, pero se colman de otras vidas, las que deambulan de la alcoba a la cocina, de la sala de estar al jardín, de la terraza al comedor en un vagar frenético, como intentando atrapar un vestigio de sonrisas, de suspiros y llantos; prolongado surco de vida esparcida, clausurada en la tristeza.  Y la vida que en ellos hemos gozado, imaginado o soñado, viaja con cada uno de sus temporeros moradores. En esas nuevas rutas del discurso del tiempo es posible que nos aceche la soledad, que seamos prisioneros de la soledad que esconde el mundo en el que vivimos y del que necesitamos ausentarnos, al menos de un verano a otro, alejarnos de él para demudar nuestra existencia y nutrirla de imaginación que nos ayude  a sobrellevar la pesada carga de nuestros días.



Se nos va el verano como una pupila por donde ha soplado un viento de pétalos perdidos. Aunque nos sabemos vulnerables  nos negamos a admitir la incertidumbre que se cierne en cada plano de esa mentada secuencia de la doble vuelta de la llave de la casa que ahora hemos pertrechado. Cuando, tal vez dentro de un año, se cierre la claqueta para reproducir idéntica filmografía, adivinemos que el paisaje pueda estar mermado de vidas y las moradas menos habitadas; tal vez reparemos en que nada es eterno, pero regresaremos como esa pupila que ahora se estampa en la noche porque siempre estaremos prestos a cruzar los umbrales de la puerta entreabierta de los personales cenobios del estío, porque siempre seremos sensibles al espejismo de un nuevo amor, el que nos aguarda cada verano, como una pupila de verde pasión, en la casa que erróneamente siempre creímos dejar desierta.







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