¿Qué están haciendo con nuestros niños?

Fernando Jáuregui
23:24 • 10 ago. 2021 / actualizado a las 07:00 • 11 ago. 2021

Los gobiernos, sobre todo cuando se estrenan, muestran una encomiable preocupación por la educación de los niños. Y, según sean más o menos autoritarios, tales gobiernos tienden a imponer su peculiar visión de los valores a los estudiantes, a los jóvenes, sin la menor sombra de consenso con quienes discrepen de tales valores y prefieren el mantenimiento de otros. Así que, a cuenta del desarrollo de la LOMLOE -ya el título es peculiar-, que nos dejó en herencia la ministra Isabel Celáa, creo que tenemos servida una más de las polémicas que, a cuenta de lo que sea, parten habitualmente en dos a España. Con lo que nos enfrentamos es nada más y nada menos que saber qué están haciendo con nuestros hijos quienes tratan de inculcarles una u otra visión del mundo.



Vaya por delante que de ninguna manera me opongo a que se ofrezca a nuestros escolares una asignatura sobre ‘valores cívicos y éticos’, de la misma manera que me pareció bien la creación de otra asignatura, esta en tiempos de Rodríguez Zapatero, llamada ‘educación para la ciudadanía y los derechos humanos’ y que provocó, cómo no, una enorme batalla dialéctica nacional. Lo malo es cuando, desde concepciones más o menos doctrinarias, digamos de derecha o de izquierda, se pretende orientar -o sesgar-tales asignaturas. Y conste que no culpo solamente a los gobiernos de que se trate de pretender en solitario tal orientación: las oposiciones son también bastante culpables. Hay que decir, de nuevo, que el primer mal que padece nuestra pobre política es el de la falta de consenso en materias clave, y la educación es quizá la primera de ellas: nunca, con gobiernos de izquierda o de derecha, hemos logrado el imprescindible pacto en este terreno. Tampoco critico el afán por mejorar la educación sexual y, sobre todo, cívica de nuestros jóvenes. Aunque de nuevo cabría preguntarse quién extiende los certificados de igualdad, tolerancia o civismo: quién normaliza la normalidad. Y, sobre todo, habría que saber quién decide las prioridades educativas, porque en lo que conozco del desarrollo de la ley no veo una obsesión por la equidad en un país bastante injusto ni por una enseñanza equiparable en todo el territorio español, que debe homogeneizarse cuanto antes. Ni tampoco veo el menor interés por desarrollar en la mente de nuestros jóvenes conceptos que hoy se consideran casi ‘reaccionarios’, como el de patria, lengua e historia común o afán por la cultura.



Mi preocupación por los niños y los niños de nuestros niños (me siento algo culpable por no escribir ‘niños y niñas’) comienza por el cambio climático -y aquí sí se evidencia una plausible inquietud del legislador-y por los peligros que un exceso de regulación, tan típico en nuestros representantes de todo signo y en casi todas las cuestiones, pueda suponer sobre el propio concepto de las libertades. No quiero que, en eras de una prospectiva de la sostenibilidad, profetas de la nada decidan si mis nietos comerán o no carne allá por 2050, por poner tan solo un ejemplo que es, por cierto, muy real. O si tendrán, por decreto, que lavar su ropa a medianoche, porque no se podrán pagar la luz de sus hogares. O si deberán obligatoriamente aborrecer alguna interpretación de la Historia, desde el franquismo hasta la ‘generación del 78’.



Sigo con interés los primeros pasos de la ministra Pilar Alegría, que sustituye a la bastante sectaria Isabel Celáa (quién lo hubiera dicho con sus antecedentes en el País Vasco) en la cartera de Educación. De momento, ya ha enmendado la plana a su predecesora en lo referente a la enseñanza concertada, contra la que Celáa desplegó una fobia inconveniente e innecesaria. Hay mucho que corregir, y mucho que consensuar, en lo tocante al futuro de la educación y el comportamiento de nuestros niños. No quiero que émulos/as de ese viceministerio de la Suprema Felicidad Social del Pueblo, que parece un calentón cerebral de Orwell o de Huxley, pero que, palabra, de veras existe en la Venezuela de Maduro, impongan a mis descendientes esa felicidad impostada a base de consignas, decretazos, obsesiones sexuales más o menos justificadas y matemáticas con ‘perspectiva de género’ (palabra de que esto también se contempla en la mente del legislador). Enseñar valores, sí. Pero ¿quién, desde qué trinchera, valora a los que enseñan esos valores?







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