El corazón del mar

El mismo chiquillo que ahora protesta, chilla y araña, mañana se pasará el día entero nadando

José Luis Masegosa
07:00 • 09 ago. 2021

Las llamas del estío impío queman los tesoros naturales del Mediterráneo, de una parte en nombre de la piromanía exterminadora y de otra en el de las salvajes consecuencias de esta locura global que mientras algunos no creen va diluyendo toda manifestación de vida sobre la Tierra.



Una tierra de la Tierra que semanas atrás me contaba y cantaba en este rincón del periódico las impresiones y asombros de los ojos del mar, los de anónimos e identificados seres que por vez primera quedaron cautivados con la belleza e inmensidad marina, ese medio natural, cuna de nuestro origen y germen del sueño humano que hoy me recuerda la obra “!Al agua¡”, de Mariano Benlliure: A la orilla del mar, junto al ancla vieja medio enterrada, pero conservando todavía el antiguo cable, una jovenzuela, entre risueña y decidida, trata de chapuzar a su hermano que se resiste a las saladas abluciones...pero en vano llora y patalea.



Ni hay en sus bracitos crispados fuerza bastante para detener a la niña, ni es tolerable semejante miedo al agua en quien es acaso hijo de curtidos y avezados marineros. Todo es cuestión de costumbre y de tomar gusto a las cosas. El mismo chiquillo que ahora protesta, chilla y araña, mañana se pasará el día entero nadando como una anguilita y arrojándose al fondo como una flecha. Ese mañana que tanto placer nos regaló en los días azules de cuando algunas de nuestras familias  se pudieron incorporar al veraneo, aun cuando durante mucho tiempo y para una considerable mayoría este fenómeno  ocupase solo una jornada o un fin de semana. Justo es reconocer que en los años anteriores a la Guerra Civil la Segunda República se preocupó  especialmente por el tema con el deseo de que  veranear se convirtiera en un derecho en lugar de un lujo, pero el conflicto bélico dio al traste con tales pretensiones.



Tras los años treinta, bien jejos de la posguerra, hallamos una sombra de vacaciones y es cierto que el automóvil no estaba tan desarrollado en nuestro país como para facilitar los desplazamientos al litoral. A excepción de los moradores de asentamientos costeros, los demás hijos de vecino del interior teníamos que conformarnos con cuanto la incipiente industria nos permitía para llegar al mar.



 El desarrollismo que aterrizó con el régimen anterior permitió algunas licencias a los españoles de entonces, entre otras, la posibilidad de adquirir algún pequeño automóvil. El día de playa constituía todo un acontecimiento familiar y social, cuyo desarrollo tenía un capítulo preliminar de preparativos donde la comida copaba el primer puesto de salida con un menú muy generalizado entre aquellos veraneantes de carpas domésticas –anteriores a las sombrillas- y neveras portátiles; una carta casera de todos los tenedores del mundo –de usar y tirar- en la que nunca faltaban la tortilla de patatas, las ensaladas, los empanados, los bocadillos al gusto, la fruta –con la sandía como reina de los postres- y, por supuesto, las bebidas nacionales –la cerveza y el tinto de verano- sin olvidar los refrescos para los abstemios y más pequeños.



Aquel manjar -en ocasiones aliñado con granitos de arena y brisa salada- sabía a gloria y proporcionaba energía suficiente a toda la familia para subsistir a los sudores del regreso a casa, en el mejor de los casos en aquellos atenienses utilitarios con el seat 600 como paradigma del parque automovilístico de la época. Aquellas rutas playeras del Mediterráneo pobre y muy solidario contaban con una vital nómina de fuentes y caños donde aliviar la calor y refrescar los motores. así como algunas ventas de obligada parada. Dichos trayectos escribieron  inolvidables páginas de los primeros veraneos de muchas generaciones que habitaron un mar sin anclaje ni cancela.



No pocos hijos de aquellas pléyades protagonizaron pasionales aventuras juveniles que quedaron esos días junto a las sirenas  o se dejaron guiar por el guiño de los fareros que alumbraron romances  de por vida. Le sucedió a un cantante andaluz, a una prodigiosa voz musical del Sur, desafortunadamente apagada para siempre, a quien camino de la playa el mar lo encontró con unos ojos de verde oliva y unos cabellos color del trigo, con el sabor del vino en sus labios y un viejo marino que buscaba su ayer. Me contó una tarde que fue ella, a la que tanto amó, quien como brisa enamorada escribió muchas de sus canciones. Fue ella quien le enseñó que tiene el mar corazón.




El mar, al que Constantin Kavafy clamó: “Mar en la mañana./Que me detenga aquí/Que también yo contemple por un momento la naturaleza/el luminoso azul del mar en la mañana y del cielo sin nubes/y la amarilla arena: estancia hermosa y grande de la luz”. Tal vez, el corazón del mar.


Temas relacionados

para ti

en destaque