Candiles para el amor

Se ha impuesto el regreso a las tradicionales vacaciones, pero nada es como antaño.

José Luis Masegosa
07:00 • 21 jun. 2021

Desde las cinco y treinta y dos minutos de esta madrugada vivimos en verano, ese reiterado peldaño de nuestras escalas existenciales que cada cierto tiempo nos lleva a escribir un capítulo más en el mundo de los vivos.  Hablar del verano, cuando era tal, nos embriagaba de cierto regocijo e insuflaba nuestros pulmones con renovados y novísimos aíres que reinaban en la naturaleza o nos comían a besos de brisa y yodo. No obstante, para quien ha dedicado su vida al estudio y a la formación  la recién entrenada estación climatológica también se ha vestido de claustros de recuperación y de cuartos de estudio donde el vuelo de una mosca ha sido la compañía sonora más frecuente.



El verano, a más de un abanico prieto de evocaciones personales, dispone de la llave de las vacaciones, ese otro paréntesis que ofrece numerosas, originales y costumbristas recetas con las que  cumplimentar los anhelados días del calendario juliano, sin olvidar que inauguramos el segundo verano pandémico, ya que - no está de más recordarlo- la pandemia no se ha ido por mucha luz que se empiece a ver en cualquier agujero y porque nuestros gobernantes tengan la amabilidad de permitirnos  descansar del cobijo en espacios exteriores.



Según los expertos, los destinos, colectivos y modelos de veraneo están determinados por la situación personal de cada ciudadano.



Tras la instauración paulatina de esta suerte de normalidad, de las diferentes opciones que se nos brida cobran una gran relevancia las vacaciones en el mundo rural, en los entornos de Naturaleza, en el retorno a esos rincones que casi habían desaparecido del mapa de la España poblada. Se ha impuesto el regreso a las tradicionales vacaciones, pero nada es como antaño. Y menos aún como antes de antaño. Como cuando quienes llevan en sus genes la “ venia  docendi”, aunque no sea su principal razón profesional, la han puesto y la ponen al servicio de los demás para transmitir generosamente sus saberes y conocimientos. Es el caso de Antonio Iglesias Casado, un brillante y  extinto ingeniero de Montes, quien fuera senador de UCD e íntimo compañero y amigo del también senador almeriense José Manuel de Torres Rollón.



La llegada del verano abría las puertas del monte al experto ingeniero, quien desde el primer día hasta el último impartía a hijos, sobrinos y allegados un completo programa formativo sobre el medio natural. Tan conservacionista y defensor de los animales fue este buen hombre, hijo de doña Herminia Casado, maestra nacional, que en su infancia pedía a su madre algunas pesetas que empleaba en comprar los pajarillos  capturados por sus amigos para darles libertad en el huerto de su casa.



El inquieto técnico venido al Sur aprovechaba sus días de vacaciones estivales para enseñar a sus familiares que no sólo hay que amar a la Naturaleza, sino que para cuidarla y preservarla hay que conocerla en todas sus dimensiones: La riqueza de plantas aromáticas de nuestras sierras y su transformación en esencias constituía una de sus sesiones magistrales; la vida y actividad de leñadores y trabajadores del monte ocupaban gran parte de su docencia práctica, junto a los secretos de los tesoros hídricos de las montañas andaluzas y, por supuesto, la fauna del bosque, el mundo de los insectos y especialmente el de las mariposas conformaban la temática de una amena velada nocturna a la que, por supuesto, no faltaban las luciérnagas cuando verlas era algo tan común y hoy se ha convertido en un acontecimiento extraordinario, si no imposible. ¿Qué ha sido de nuestros gusanos de luz?.



En mis retornos  de antaño de las noches estivales desde el campo a mi pueblo, la maleza, las hierbas, las rocas y caminos estaban trazados por la luminiscencia de esos faros de las tinieblas que tanta ilusión y magia nos han transmitido. Dicen los expertos que la pérdida de hábitat, el uso de pesticidas y la luz artificial son la mayor amenaza de estos prodigiosos coleópteros, cuya luz sólo emiten las hembras, una incandescencia que casi nunca han usado para alumbrar su propio camino, sino para guiar al otro sexo,  para llamar la atención de los machos que siempre los he visto en ruta, en busca de amores. Anoche, como tantas otras noches estivales, recorrí mi lejano itinerario de la luminiscencia animal y sólo adiviné el resplandor de las estrellas. Algo me dice que las luciérnagas, esos candiles para el amor, se apagan. Tal vez es que el amor también se esté apagando.





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