La calle de la vida

José Luis Masegosa
07:00 • 07 jun. 2021

Él, que había pisado mil puertos y otros tantos cielos, nunca pudo imaginar con tan jovial edad que la vida es como una rambla, una rambla como la de mi niñez sureña, muda y absorta a veces,  rugidora y desoladora en ocasiones cuando brama como un impredecible torrente que arrasa con todo cuanto encuentra en su cauce. La vida es así, como una rambla que creemos siempre está, aunque su discurso rompa riberas, altere trayectos y mute la vegetación de su lecho hasta que el implacable transcurso del tiempo le haga desaparecer en jirones de piedra. En su lugar encontraremos entonces la desolación y una suerte de escenario donde no croan las ranas de sus charcas, ni se escuchan los prolongados silbidos de los mirlos ni acompañan los agudos cantos de los jilgueros.





 A finales de los ochenta, la vida era para él una exultante y céntrica calle urbana donde los melódicos acordes del fiel acordeón de Fabrici, el ignorado músico callejero, ponía  voz a la irrepetible Edith Piaf bajo el cielo de París. Con la fantástica compañía de los maniquíes, inmóviles y silentes tras las vidrieras de los escaparates, él, que era puro retrato porque los retratos eran y son su vida, cruzaba en el aperitivo de todas las noches el dintel imaginario de aquella vía peatonal por la que a medida que penetraba ralentizaba sus pasos para no romper su mágico e imaginario paseo por alguno de los exclusivos rincones de Montmartre. Una de aquellas noches, el asiduo transeúnte nocturno detuvo su lento caminar junto al músico hasta que finalizó la interpretación de “Bajo el cielo de Paris”. Fabrici preguntó a su único espectador si le gustaba la música que regalaba, en concreto las canciones “Rien de rien” o “La vie en rose”, de la cantante parisina. El interlocutor le respondió que aquellas melodías constituían el motivo de su tránsito por el lugar, el momento de mayor placer del día, por lo que nunca deseaba que la calle tuviese un final como la vida, sino que fuera infinita, pues aquellos espontáneos conciertos reconfortaban su ajetreada existencia y renovaban su ánimo.








Fabrici era un tipo inconfundible y peculiar modelo de la numerosa formación de artistas y músicos que encuentran en la piel urbana su mejor escenario. De origen madrileño, e l músico recaló en la Alpujarra atraído por el boom hippy de las últimas décadas del pasado siglo. Los reveses existenciales le trasladaron al asfalto de la bohemia, donde encontró acomodo en una casa-cueva. Su preparación musical iba más allá de la media de sus colegas. En un mediodía de terraza, mientras Fabrici hacía sonar su acordeón, un compañero periodista, que compartía mesa con Joe Strummer, líder del grupo The Clash, le llamó y le retó –en la creencia de que sería incapaz- a que interpretara algún tema de dicha banda. Ante el asombro de Joe Strummer, el acordeonista demostró su maestría y conocimientos de las composiciones del grupo londinense. Sorprendido, el líder de la pionera banda punk se deshizo en elogios y entabló una estrecha amistad con el acordeonista de la calle. Sin embargo, no debía opinar lo mismo un alcalde andaluz de entonces, quien trató de encerrar a los músicos callejeros. Esta iniciativa indignó al retratista que adoraba las interpretaciones de Fabrici, y en reconocimiento a él y a sus compañeros les dedicó una honrosa exposición bajo el título de “Los honorables”.



Años después, el admirador de Fabrici ha regresado a la ciudad que los encontró, donde el primero es un extraño y el músico murió. Una ciudad huérfana de todo cuanto alimentó aquella vida. Establecimientos, lugares y rincones han desaparecido. Nombres, seres y amigos han sido engullidos por el inexorable curso del tiempo. Los escenarios están vacíos, sólo perviven los andamiajes. El paisaje humano ha demudado también. Es posible que el acordeón de Fabrici siga sonando sobre algún cielo, pero no bajo el de París. Y es que la vida es como la rambla de mi niñez: está pero deja de estar; o como la calle del acordeonista, que al final tiene un cabo. No en vano ya lo apuntó Charles Chaplin: “Todos somos aficionados. La vida es demasiado breve para otra cosa”




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