Era una tarde apacible de primavera en Argel. Había terminado mi jornada en el Ministerio de Hacienda del país magrebí y, tras dejar el ordenador en el hotel, me dirigí al Tanton Ville, la vetusta cafetería que hay en la plaza de Port-Said, al pie de la Casbah y al lado del decimonónico Teatro Nacional, que en tiempos fue de ópera. Me sentía a gusto y seguro en medio de una vibrante ciudad árabe llena de luz y color, de esa cal mediterránea que nos es, a nosotros también, tan esencial, y del verdor de los ficus que, como en Almería, pueblan sus calles.
Allí conocí la historia de Bilal, un muchacho de unos 20 años cuyo nombre, según me explicó él mismo en un francés rudimentario, significa “el que satisface la sed”. Bilal no estaba, como decenas de otros de su edad, vendiendo dirhams en el ilegal mercado callejero de divisas que se ocultaba bajo unos soportales que me parecieron los de la Plaza Vieja, ni despachando hortalizas en la cercana y bulliciosa Plaza de los Mártires. Estaba mendigando.
Bilal me dijo que su proyecto de futuro era embarcarse en una patera. Que era analfabeto y niño de la calle. Pero que quería tener una vida decente y honrada, que tenía derecho a ser feliz.
Lo primero que intenté fue persuadirlo. No, no de que luchara por ser feliz, sino de ponerse en manos de Caronte. Esas pateras, le dije, son el infierno. Y si consigues cruzarlo, no creas que te espera el Edén. Pero Bilal tenía sed y estaba dispuesto a saciarla. No pude disuadirlo. El mar Mediterráneo, nuestro mar, es un abismo económico y social. Una de las divisorias más desiguales del planeta. No sé si Bilal llegó alguna vez a cruzarlo. No sé si sobrevivió. Pero sí sé, sí sabemos, que muchos lo han hecho. Y han venido a parar, con la misma ilusión que él, a guetos de marginación y miseria donde todo se les niega, excepto un trabajo duro que les permite sobrevivir y, con suerte, enviar algo de dinero a sus familiares todavía menos afortunados del otro lado del abismo. Ante nuestros ojos, o mejor ante nuestra ceguera. La Cruz Roja, con su meritísimo esfuerzo, y la prensa, con su imprescindible testimonio, nos lo recuerdan repetidamente, a falta de que quienes detentan el poder público se atrevan a hacerlo y, sobre todo, resolverlo. Porque los asentamientos que salpican nuestros fértiles campos están construidos con las manos ausentes del abandono y el desprecio por los más elementales derechos humanos.
No es solo un problema de los agricultores, ni mucho menos. Ese reduccionismo es injusto e hipócrita. Es un problema de todos. Y es hora de reconocerlo. Igual que nos irritamos al saber que importamos productos (baratísimos, sí, irresistiblemente baratos) fabricados en lugares donde los derechos de los trabajadores o los niños son pisoteados y la protección del medioambiente es solo una idea lejana e incomprensible, igual que nos indignamos cuando se pretende destruir un paraje natural como el de Punta Entinas-Sabinal, o se malversan caudales públicos, tenemos que rebelarnos contra la marginación social.
Y no solo por razones morales. También por razones económicas, porque la marginación solo produce, como decimos los economistas, externalidades negativas: malestar social, menos productividad y lo que ahora se llama riesgo reputacional, antigua mala fama. Las dos últimas externalidades conciernen muy directamente a las empresas productoras y a su futuro, y por eso su implicación es decisiva, pero como ocurre con todas las externalidades, la mano del Estado es inexcusable, porque ya se ha demostrado que la de Adam Smith, tan eficiente muchas veces, nunca llega a los asientos de la miseria.
La mano de la Junta de Andalucía, que ha tenido y sigue teniendo este fenómeno tan alejado de su periscopio, como tantas cosas y problemas de Almería, y la mano, en su justa medida, de las administraciones locales. Es un problema colectivo que no solo nos debe indignar como personas civilizadas, sino como orgullosos naturales de una tierra prodigiosa que es capaz de alimentar a media Europa, enviándole cada año nada menos que 3.000 millones de euros en productos agrarios de excelente calidad, la quinta parte de lo que exporta toda España.
La sed de Bilal, el joven mendigo de la Casbah argelina, debería inspirarnos otra sed, la de borrar esa lacra de nuestro paisaje. Que nadie dude de que nuestros clientes, además de nuestras conciencias, nos lo agradecerán.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/212030/el-joven-que-tenia-sed-y-los-asentamientos-de-la-verguenza