Filípicas de púlpito

José Luis Masegosa
07:00 • 11 ene. 2021

Aun no siendo muy devoto de dichos y refranes, desde hace mucho tiempo he tenido meridianamente claro que “el hábito no hace al monje”, es decir que las personas no deben ser juzgadas por su apariencia, sino que es necesario diferenciar su comportamiento y los valores con los que se rigen. Es necesario aprender a no juzgar por los signos exteriores, pues ante el hecho de ver una persona vestida de hábito es posible que se presuma que es una persona de oración y espiritualidad, pero puede que su comportamiento no rinda honor a su atuendo, que no es el caso, ni mucho menos.


Y además, soy de los que piensan que la tarea juzgadora está mejor ubicada en los estrados de las salas de audiencia que en cualquier otro lugar.Viene a colación este enunciado para dejar constancia, ante todo, de mi máximo respeto a la personalidad de quienes usan la vestimenta clerical , al margen del grado, título o posición que ocupen en la organización a la que pertenezcan o en la que se hallen integrados. 




El anuncio del nombramiento por el Vaticano del obispo de Teruel y Albarracín, Antonio Gómez Cantero, como obispo coadjutor de Almería y la simultánea comparecencia pública del obispo titular, Adolfo González Montes, ratifican el aserto popular “de los hombres se hacen los obispos” y lo que tan acertadamente sentenció el torero Rafael Guerra Bejarano “Guerrita”: “Cá uno es cá uno y tié sus caunás”.Tal y como acontece en todas las sociedades y colectivos humanos, incluido el clero, cada cual actúa bajo el particular prisma de su personalidad y sus actuaciones e intervenciones reflejan, con mayor o menor fidelidad, su carácter, su forma de ser, sus defectos y cualidades; en definitiva, sus luces y sus sombras.  




Bajo este prisma asistía ocasionalmente en época estudiantil a la misa dominical de una  parroquia improvisada en los bajos de un céntrico edificio moderno donde un veterano y anciano oficiante ceñía sus homilías, domingo sí y otro también, a repartir a diestro y siniestro la mayor regañina que cualquier paciente feligrés pudiera merecer por haber protagonizado, un poner, el más execrable y gravísimo pecado, o por vestir un atuendo supuestamente impropio de su condición y sexo, a más de indecoroso.


Aquellas homilías no dejaban títere con cabeza. Durante el tiempo que confortaba mis creencias en aquellas eucaristías, observaba cada domingo que la afluencia de feligreses iba en aumento, al contrario de lo que ocurría en otras iglesias donde la merma de asistencia era más que notoria. La obligada jubilación de don  Pedro provocó una ostensible disminución de asistentes a la misa dominical, y  es que no pocos de ellos me confesarían, tiempo después, que acudían a dichas celebraciones por la cercanía, el gracejo y la “chispa” de las broncas clericales de aquel oficiante, provocadoras de no pocas y permitidas carcajadas, que  ni fueron, ni son, ni serán las únicas riñas de un cura a su parroquia. Una de las trifulcas más recientes, hace unos meses, ha sido la de Emilio Montes, párroco de la iglesia del Cristo de Valdepeñas, en Ciudad Real, quien impartió una monumental bronca a sus parroquianos por su falta de aportaciones para la restauración del templo. El pastor llegó a convertirse en trending topic. 



En el ámbito de los creyentes, quizás la impartición de reprimendas desde el púlpito a la feligresía pueda  admitirse con más o menos tolerancia, pero para rapapolvos y trifulcas los de los obispos a sus pastores y feligreses diocesanos. En este punto es digno de mención el episodio protagonizado por Enrique Delgado Gómez, obispo de Almería (1943-1946), en diecinueve de mayo de 1945. En tal fecha, el prelado –que cesó a su vicario general, Rafael Ortega Barrios, en el momento de partir a Pamplona para reincorporarse a su Arzobispado como titular, porque le reprochó, entre otras acciones, que se llevara la sotana que había pertenecido al obispo Diego Ventaja-  acudió a realizar su visita pastoral a la parroquia de la Virgen de las Mercedes, en Oria, donde desarrolló una apretada agenda. El clérigo era albacea de dos fundaciones destinadas a los asilos de la Sagrada Familia, en Tíjola y en el municipio orialeño, constituidas con los bienes y propiedades legados por el beato Manuel Martínez Giménez, “asesinado por las hordas marxistas”, en septiembre de 1936, según recoge el volumen “La Iglesia de Almería y sus obispos”, de Juan López Marín.


Establecido el asilo de Tíjola, a iniciativa del obispo visitante habían  sido vendidas todas las propiedades del referido beato –sitas en Fines, Tíjola y Oria- por quinientas ochenta mil pesetas, cuyo importe fue invertido en deudas del Estado. La operación disgustó y contrarió a numerosos vecinos de los municipios enunciados, muchos de ellos empleados en las fincas vendidas,  por lo que la presencia del prelado en tierra orialeña fue duramente contestada de manera aireada. El prelado no se achantó y, aprovechando la homilía de la misa que presidió, obsequió a la feligresía desde el púlpito con una solemne reprimenda de muy señor mío que, casi setenta y cinco años después, aún se recuerda entre los más longevos del pueblo como la filípica del obispo. Fue una de las filípicas de púlpito. 


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