Ellos no volverán

José Luis Masegosa
07:00 • 04 ene. 2021

Dicen que me nacieron cuatro mil años atrás. En mi más tierna infancia fui utilizado para expresar amistad, sometimiento y devoción. Me han usado de diferentes y significativas formas, según antiguas tradiciones y costumbres históricas que han dado lugar a una gran variedad de modos de interpretarme y usarme. En todas las culturas he tenido un significado maléfico y se ha creado cierta prevención hacia mí, de tal guisa que siempre se ha dicho que no se debe confiar en quien me deposita en la mejilla, en tanto  permanece detrás de nosotros, pues tal acción puede encarnar una traición. Entre otras, una leyenda cuenta que el adulto en quien un niño me deposite de forma espontánea vivirá durante mucho tiempo, pero si no es fácil convencer al pequeño de tal acción es que el adulto es malo o puede estar muy enfermo. Desde los primeros siglos de la Cristiandad se me ha representado con una equis, inicial de Cristo en griego, símbolo de fidelidad y de juramento, al igual que la cruz o la equis fue mi emblema durante la Edad Media.


Un anagrama que multiplicado por  dos o por tres –según el grado de los sentimientos- durante algunas décadas de la segunda mitad del pasado siglo sellaba las firmas de cartas y postales de amantes. Mi usanza en diferentes lugares del Planeta ha sido –digo ha sido porque ahora existo, pero me han prohibido y como si no existiera-  variopinta y hasta pintoresca, a excepción del mundo occidental y su área de influencia, donde he mantenido cierta uniformidad: Los chinos  olfatean con sus narices la mano, la mejilla o la frente de sus amantes, al igual que los malayos; en Nueva Zelanda, en Somalia y los esquimales me ignoran, en tanto que los filipinos, salvo en la capital, también me llevan en sus narices.


Con mis luces y mis sombras he ejercido múltiples funciones, entre otras los oficios de mensajero del amor y de la pasión, viajero de alegrías y tristezas y consolador de dolores y fracasos. He nacido con la vida y me he ido con la muerte. Como me fui hace casi un año, ese innombrable rodeado de misterio que todos enterraron con pedorretas, emoticones de cacas y otros lindezas escatológicas, en la Nochevieja del pasado jueves, en ese tránsito del calendario en el que tan imprescindible he sido siempre.



Mi ausencia es muy añorada y mi orfandad se ha hecho muy presente en los últimos meses, especialmente en los vacíos y silencios de los corazones que no logran aprender a latir con el ritmo anómalo de esta hora del mundo. Mi desvalimiento ha acompañado días sin luz, y mi abandono ha compartido las noches en vela, ha enjugado lágrimas derramadas, ha presidido las no despedidas, los más crueles trances de la muerte en soledad, sin adioses y sin duelos. He gozado de tal relevancia en todos los órdenes de la vida que he sido protagonista de una leyenda hecha zarzuela; diferentes géneros literarios, artísticos y musicales me han contado y cantado profusamente,  y es que he sido muy útil –modestia aparte- para unir y romper corazones, para dictar veredictos mortales, para rubricar promesas y para celebrar bienvenidas e innumerables actuaciones del ser humano, razones más que justificadas de lo mucho que todos me echan en falta. 


Disculpen mi metafórica presentación, pero llegado  este punto y aparte ya sabrán quien soy: el beso, ese “contacto o presión que se hace con los labios sobre una persona o una cosa, contrayéndolos y separándolos, en señal de amor, afecto, deseo, saludo, respeto..” o “el gesto hecho con los labios, parecido a ese contacto o presión, pero sin llegar a tocar nada, a veces se acompaña de un gesto con la mano, que se besa en la punta de los dedos y se separa de la boca en la dirección adecuada”, quizás el único beso ahora factible. Besos  ausentes cuando más  los reclaman los sentimientos: Los abuelos no besan a sus hijos ni a sus nietos, que empiezan a comprender algo que por su edad no les tocaba. Al principio de todo esto los nietos lo intentaban, pero no entendían el rechazo de sus besos. En la calle,  los amantes esculpen los surcos de sus labios en las máscaras salvadoras, un gesto al que se contrapone un ícono de la fotografía, el “Beso frente al ayuntamiento”, de Robert Doisneau, la imagen de una pareja dándose un apasionado beso frente al ayuntamiento del París liberado de los años cincuenta.



Frente a los besos con máscara se revalorizan otros: el idílico beso de una noche de San Juan entre Teresa y Pijoaparte, el de la novela de Joan Marsé ,“Últimas tardes con Teresa”, o el beso de “Vértigo” entre Kim Novak y James Stewart, censurado antes del estreno de la película en nuestro país, en 1959; el beso que fijó el final de la II Guerra Mundial, en el cruce de Brodway y la Séptima Avenida, entre un marine y una enfermera, o cualquiera de los numerosos besos que han marcado época.



La carencia de los besos y abrazos activa en nuestra particular moviola el primer beso de verdad, algo imperfecto pero quizás más bello, la inolvidable rubrica de desnudos corazones que fundieron su amor en aquel beso perenne, bajo la estrellada noche juliana de un irrepetible verano de los setenta. O el último beso a un ser querido que se nos fue antes de tiempo, mucho más difícil que el primero. Estos y todos, todos los besos que la pandemia nos ha robado, los que hemos perdido, los que se nos han escapado en un tiempo atípico, todos ellos, como las becquerianas golondrinas- “aquellas que el vuelo refrenaban/tu hermosura y mi dicha a contemplar/, aquellas que aprendieron nuestros nombres…!no volverán¡”-. Ellos no volverán.


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