Personajes de vecindario

José Luis Masegosa
07:00 • 30 nov. 2020

Tras la tormenta del pasado viernes un asomo de calma climatológica ha llegado  a nuestra provincia. Una calma que ayer dibujó desde mi particular atalaya un matinal horizonte turquesa, espejo del diáfano cobertizo que en la inmensidad del firmamento cubría el trasiego de nuestras vidas, ahora más vidas que nunca. Ha sido ese pálpito vital el que aupó mi insaciable interés a la observancia del paisaje de cercanías  y al deleite del paisanaje humano y animal más próximo.


Tiene la capa del color de los barquillos, pero siempre algo sucio porque suele revolcarse en lugares de escaso aseo. No es de mucha alzada, mas tiene un  encanto y un ángel en los ojos de canela que le bailan de alborozo, y en el rabo enarbolado que  jopea a todas las horas del día en tanto saluda a todo cuanto existe a su alrededor y no le lanza una piedra o le propicia un puntapié. No hay convecino que no le conozca; saluda con una mueca de complacencia a los niños de la escuela y a todos los viandantes. Es un animal digno del mayor aprecio, y algunos conocidos dicen que el día que muera tendremos que organizarle un funeral de primera clase, un  funeral como el que suele rendir a sus semejantes mi paisano Jesús, quien cuida y atiende su particular y oculto cementerio canino, o como las exequias que organizó el kioskero de mi barrio capitalino a su “fiel amigo”, hasta el punto de que echó las llaves a su establecimiento y no dudó en colgar un aviso: Cerrado por defunción.


De Bruno, por fortuna para él, no puede decirse que no le falta más que hablar para ser una persona. Nada de eso: El Bruno es un perro desde la punta del hocico a la del rabo. No sabe lo que es la envidia, de tal punto que si ve a alguien acariciar ante sus barbas a otro can, él no se ofende ni ladra; y si, en lugar de ser perro es perra, si no es su tipo ni da sus medidas, ni la mira, lo que evidencia que tampoco conoce la adulación. El rencor no tiene cabida en  su “perronalidad”. Si cualquier día alguien le echa con malas maneras de su lado, al día siguiente vuelve y le lame la mano, como reza la copla: “Yo no te quiero por vil interés, te quiero porque te quiero”, en tanto que puede que medite: “Comprendo que los hombres, por muchos motivos, entre ellos carecer de dinero, cosa que a mí no me pasa nunca, se encuentren con un humor de perros...o de lo que sea, y malogren todo, hasta al que ofrece cariño sin pediros nada. Tampoco tengo dignidad, excusa con la que los humanos enmascaran la vanidad y el orgullo, y, por tanto, nunca puedo ser herido en mi amor propio, lo que me libera de odiar a nadie y de perder a mis amigos”. Además de gozar de la simpatía de los vecinos, Bruno debe gozar también del apego de las hembras caninas, a juzgar por la legión de cachorros en los que a distancia se les ve cierto aíre de familia que lo delata como un apuesto ladrón de corazones.



Tan feliz como Bruno lo es el “Australiano” en su género. Comer, come poco, por varias razones, principalmente porque todo se lo bebe. El Australiano dice que lo sufre todo con paciencia: el frío, el hambre, la sed de agua si alguna vez la hubiera sentido, pero lo que le amarga hasta hacerle intolerable la vida es la falta de bebida, de vino y de aguardiente, es decir la sequía del gaznate y, sobre todo, la del sexo, aunque dadas sus calendas el supuesto apetito carnal crea no pocos comentarios jocosos entre la vecindad. Cuentan que un día  el Australiano sintió un vacío horroroso dentro de su ser. Habían transcurrido veinticuatro horas de abstinencia en todos los órdenes, y el conocido vecino se halló de más en el mundo y decidió viajar al más allá. Provisto de una gruesa soga de esparto encontró un borde almendro al final de la carretera de acceso a la localidad y tras gatear a la copa echó el nudo corredizo al cuello y...¡zás!,  se lanzó a los aíres. Pero como siempre hay una providencia, un técnico electrónico que casualmente transitaba por el lugar adivinó las contorsiones de “El Australiano”  y dio la voz de alarma. Lo salvaron por los pelos. La soga fue un pingajo que no pudo atragantarle las tragaderas al “Australiano”, que todavía hoy bebe, vive y se queja de la prohibición de movilidad que lo mantiene en el dique seco, de cintura para abajo.


La fauna de los personajes de mi vecindad es tan diversa y variopinta que su sola enumeración precisaría una buena estantería de hemeroteca. Casi todos los días del año  el “Gor” pregona la suerte en mi rincón pueblerino, un pacífico lugar incapaz de la más leve fantasía. ¡El “gor”!, ¡El “gor”!...parece gritar con su noble mirada el altruista obsequiante de fortunas. Y el “gor” es el gordo. Es el gordo repartido en décimos de a veintitrés euros, por la gabela. Y al “Gor” no le  resiste nadie el “gor” porque nada se lleva con el “gor”. Son algunos de los personajes de mi hábitat.






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