La soledad acompañada

José Luis Masegosa
07:00 • 27 jul. 2020

Santiago ya no es Santiago. Al menos no lo parecía anteayer, festividad del primer apóstol entregado al martirio. Una fiesta demudada, como otras tantas celebraciones, por los arbitrarios calendarios laborales y por esta normalidad que llaman nueva, pero que de ser tal, resulta un compasivo eufemismo para calmar, tal vez, alterados estados de ánimo que digieren, a diario, los sucesivos partes de contagios del innombrable, que van diseñando sin orden ni concierto un -cada vez más- alarmante mapa de focos y brotes pandémicos. Santiago ya no es Santiago. El goteo de peregrinos que en otros años ha poblado los diferentes caminos que llevan a Compostela ha quedado reducido a un voluntarioso deseo e interés por abrazar, cuando se pueda, si es que alguna vez el horizonte de la normalidad lo permite, al patrón de las Españas. Las vías y rutas que dibujan el mapa peregrino del Apóstol impregnan en este tiempo las huellas de la ausencia, la despoblación en la España más despoblada, adonde, pese al reclamo de los lugares más recónditos, hasta los hijos autóctonos parece que remolonean en su regreso anual porque la inseguridad y la incertidumbre acechan, cuan amenaza desconocida, en todas partes. 


Santiago ya no es Santiago. Numerosos pueblos y aldeas anclados en los diferentes itinerarios compostelanos conforman una porción relevante del despoblado territorio español, una despoblación determinante de la lenta agonía que sufren nuestras entrañables localidades de interior, para cuyo remedio las cabezas pensantes de la cosa pública sólo aciertan a proclamar vacuas fórmulas que solo consiguen regalar al dirigente de turno una foto más en la edición del periódico provincial del día siguiente. Entre propuestas y genialidades, que morirán pasado mañana, nuestros queridos pueblos de las distintas orografías patrias perecen a la sombra del tiempo, ese lento tránsito sobre pavimento de algodón que descubre a nuestros ojos la soledad interior de la despoblación: la estampa silente de casas cerradas con estancias varadas a la espera infinita del regreso imposible de sus moradores. Los asombros descorazonan tras los cristales cuando muestran lechos desnudos entre techumbres y suelos de madera, de casas huérfanas de vida; fotogramas de soledad y silencios humanos nos enseñan la reiterada imagen de añejas yacijas, cubiertas con ropaje de la misma edad o semidesnudas de complementos. En una de ellas, allá en tramo sanabrés del Camino Mozárabe, concretamente en Rionegro del Puente, soñó, durmió y murió, veinticinco años atrás, Carmen, una rionegrera que emprendió su ultimo viaje bajo un cuadro de la Virgen de su nombre, junto a la que dejó algunas bolsas de ropa, el preso fantasma de la libertad  en una pequeña jaula alambrada, un primoroso cojín de lana bordado a los pies de la cama, un manojo de manzanilla seca colgada del techo, el paraguas de los días de lluvia y  junto a la puerta de la alcoba el reclinatorio familiar de cuando se llevaba a la iglesia. Milagrosamente todo sobrevive al implacable calendario.


Santiago ya no es Santiago. En algunas encrucijadas, como en Villar de Farfon, recuerdan la transcendencia de la realidad despoblada: “Este pueblo es soledad acompañada. Muchos vecinos volaron a otros cobijos. Todos dejaron el alma en cada cosa, avivando recuerdos a los que quedan y emociones a los que llegan y son compañía. Caminante, sentir la presencia en la ausencia es compañía. La soledad es vacío con presencia. Que los valores alivien las soledades de tu andadura”. La llamada España despoblada, que tanto anhelo ahora despierta, carece de todo, menos de esos lechos generosos que en otros tiempos nacieron a la vida y a la muerte a diferentes generaciones de familias, y que, en distintos escenarios, conforman el testimonio mudo de un pasado vital, cuyas incógnitas y misterios sobrevivirán en la soledad acompañada de nuestros pueblos. 






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