Maese Agustín y sus consejos sobre naturalidad y sencillez

Luis Cortés Rodríguez
01:47 • 14 mar. 2020 / actualizado a las 07:00 • 14 mar. 2020

Los dos académicos aligeraron el paso con la pretensión de llegar al próximo pueblo antes de que anocheciera. Don Quijote y Sancho también emprendieron su camino, pero de manera más reposada. El caballero siempre estaba en alerta ante la posibilidad de ejercitarse deshaciendo cualquier agravio y buscando cobrarse eterno nombre y fama. En nada de ello pensaba Sancho, a quien la retahíla de cosas dichas por uno de los catedráticos sobre el origen del vocablo siesta y la importancia de la retórica lo  habían dejado, al no haber entendido nada, malhumorado. Puesto que la noche se echaba encima, dispuso el caballero acercarse a casa de un amigo suyo, maese Agustín Melero de Careaga, persona alegre, muy inteligente y de fina ironía. Tras conseguir la licenciatura en Medicina por la Universidad de Granada, había enseñado durante un tiempo en Alcalá y Salamanca. Ha años había vuelto al pueblo de su familia, con opinión de muy leído por su amplio conocimiento de la literatura clásica. Maese Agustín los acogió con afecto y ofrecioles, además de lugar donde pasar la noche, unas lentejas con palomino que ha poco había retirado del fuego y a las que hizo acompañar de pan blanco y de un buen vino. Terminada la cena, Sancho, que no podía ocultar su preocupación, dirigiose al maese y  le contó la plática con los académicos de Valladolid y lo dicho sobre la retórica. Y este respondiole de esta guisa: 


—Amigo Sancho, es cierto todo lo que dijo el académico. Has de pensar que, al igual que hace el pez en el agua, nosotros podemos nadar en la retórica sin ser sabedores. Ahora bien, tan importante como tal cuestión es que hables a tus súbditos con naturalidad y con sencillez, virtudes ambas que tanto bien harían a vuestras mercedes: a ti para platicar y a tu señor don Quijote para platicar y escribir. 


Don Quijote, al verse nombrado y no del todo bien considerado, díjole a maese Agustín esto:



—Querría, si fuere posible, que me aclarase qué quiso decir vuestra merced, aunque intuyo que juzga que la naturalidad y la sencillez no son cualidades que se manifiesten en mi habla y escritura. Y porque vaya con más fundamento lo que dice, ¿podría referirnos algunas reglas que hagan que nuestro uso del castellano o español pueda gozar de ambas virtudes?


—Muy oportuna no parece tal cuestión ahora –dijo Sancho–, pues las dos largas visitas que hice al zaque piden más recompensa de sueño que de gramáticas y latines.



Sancho, ¡qué zafio eres siempre y qué poco te importa el saber otra cosa fuera de pisar terrones o andar tras el arado! Amigo, prosiga con su plática y díganos algunos usos que den naturalidad y sencillez a nuestra habla y escritura. 


—Mire, han de huir vuestras mercedes de las oraciones largas, que tanto afean el estilo y complican la comprensión de lo dicho. Sustituyan, cuando dispongan sus escritos o discursos, esa oración larga por dos más cortas. Será acertado proceder. 



—Bien me viene a mí tal recomendación, que largas eran las oraciones en los libros de caballería y algo de ello en mí persiste. En cuanto a ti, Sancho, no has de preocuparte, pues pocas oraciones largas te he oído emitir en tu vida. Y no es por lo que dice nuestro amigo, sino por lo imposible que te sería juntar más de dos palabras seguidas. 


—En segundo lugar –continuó el maese–, vuestras mercedes han de evitar, siempre que puedan, la voz pasiva, que tan mal sienta a nuestro idioma. Intenten emplear la voz activa. Esto no quiere decir que, en caso de hacerlo, su uso sea incorrecto. Ahora bien, entre estas dos construcciones, «El rey no asistió a reunirse con los nobles y ha sido criticado por toda la nobleza» y «El rey no asistió a reunirse con los nobles y toda la nobleza lo criticó», yo resolvería siempre hacerlo con la segunda. Siempre.


—Maese Agustín –respondió don Quijote–, no conocía estas dos razones que acaba de indicar y, por Dios, he de aplicarlas cuando hable o escriba. Aunque Sancho ya esté dando esos ronquidos que tanto me desagradan, ¿podría vuestra merced dadnos algún consejo más? 


—Una tercera condición que mejorará el estilo será evitar absurdos extranjerismos si lo que se quiere expresar con tales palabras ya tiene su término en castellano. Lo que cabe perseguir no son los préstamos de otras lenguas, que sí son necesarios, sino su empleo cuando es inadecuado. Ansí, no se puede entender bien que en España se empiece a decir hostería, si mesón se comprende mejor. ¿Por qué estrada, si camino es más claro? ¿Para qué foso si se puede decir mejor cava? Y de esta manera, muchos vocablos más.  Fea y desacertada costumbre es esta.


—En efeto, sí que he entendido lo dicho –replicó orgulloso el caballero–, pues una cosa es emplear italianismos como   esbozo, esbelto, diseño, modelo, balcón, cornisa o fachada, que no tienen su equivalente en nuestro idioma, y otra cuestión, bastante torpe y de mal estilo, es usar otros vocablos si ya están en nuestra lengua. Amigo maese Agustín, tarde es para continuar esta plática. Reposemos lo poco que queda de la noche y, si inconveniente no tiene, bien pudiéramos mañana proseguir con ella. Acompañemos en el sueño, aunque no en el horrísono ronquido, a nuestro Sancho.


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