El escudero fiel

Ramón García
07:00 • 25 feb. 2020

Creo que la mejor forma de acceder a cualquier tipo de conocimiento, incluido el artístico, es comenzar por lo más asequible para después ir avanzando en complejidad y profundidad. En la música en general, y en el jazz en particular, es lo que yo recomiendo siempre. A mí me funcionó. Y estos días he recordado bien mis inicios en esta maravillosa música. Nos situamos en los ochenta, cuando en la televisión pública- y única - ocurría un milagro llamado Jazz entre amigos. El gran Cifu se esforzaba semanalmente por introducir esa música al españolito de a pie, que no era cosa baladí. Y en un programa en que nos explicaba aquello de la fusión del jazz con el rock fue donde descubrí al mediático Pat Metheny, cuya sempiterna sonrisa ‘profiden’, su camiseta a rayas y leonina melena, amén del espectacular fraseo y sonido de su guitarra, acaparaban toda la atención.


Pero a un aspirante a pianista de jazz como yo también le llamó la atención aquel frágil y esquelético Lyle Mays que, casi oculto por todo un arsenal de teclados, se retorcía espasmódicamente entrando en un curioso éxtasis a cada tecla de sintetizador que pulsaba. Y cuando se inclinaba ante el piano acústico, sus blancos y delgados dedos parecían atesorar toda la sensibilidad de Jarrett, Bley, Hancock o, por supuesto, del inmenso Bill Evans. Aunque eso lo supe después, porque precisamente a través de músicos como él llegué a descubrir esos maestros.


Pieza fundamental del Pat Metheny Group, creó con sus teclados esos alucinantes universos sonoros que definieron el sonido de la banda casi tanto como las más evidentes guitarras de su compadre Pat. Desde que adquirí el directo Travels, me enamoré de su pianismo y la primera vez que salí de la entonces muy provinciana Almería a ver un concierto fue para viajar a Valencia a disfrutar de la música del PMG en el Jardín de Viveros, justo cuando presentaban su ahora célebre Still life (Talking) (1987). Recuerdo la impresión que me causó, a primera escucha, la maravillosa y compleja Minuano (Six Eight).



Quizá por la dedicación casi exclusiva a su sociedad con Metheny, descuidó su carrera en solitario, regalándonos solo cuatro discos de estudio en toda su vida, a cual más interesante. Recomendaría su trío con Marc Johnson y Jack DeJohnette en Fictionary (1992), en el que desplegó todo su virtuosismo y genio compositivo.


Lyle Mays, ese amigo del alma en el que se inspiró Lito Vitale para su tema más legendario, nos ha dejado demasiado pronto. Metheny se ha quedado sin su mejor escudero y el mundo sin uno de los pianistas y compositores más sensibles del jazz moderno.





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