Provocar emergencias innecesarias

Cada vez que la prensa se ocupa de la actuación o rescate protagonizado por bomberos o policías salvando de perecer a alguna persona, no puedo dejar de pensar hasta qué punto habría sido necesario ese despliegue -y su correspondiente y por lo general elevado gasto- si el auxiliado no se hubiera comportado como un majadero o un irresponsable. 

Es evidente que el valor supremo de la vida humana no puede medirse económicamente y que los agentes públicos están prestos y dispuestos para acudir allá donde el deber les llame, pero insisto en que a veces la torpeza y la idiotez llaman demasiadas veces a las puertas de esos admirables profesionales, ocasionando grandes gastos y, lo que es peor, distrayendo servicios y esfuerzos necesarios ante calamidades inesperadas o fenómenos naturales impredecibles. 

Y no, no les voy a hablar del frívolo exhibicionismo aéreo del calamitoso presidente Sánchez requisando para un posado fotográfico el helicóptero que estaba buscando a un deportista desaparecido. Les hablo de situaciones más cercanas, como los habituales rescates de conductores insensatos, empeñados en circular por zonas pintorescamente nevadas a bordo de utilitarios que, naturalmente, quedan atrapados entre el hielo por el que no pueden moverse y a los que luego hay que evacuar a un alto precio. Pero eso, que es asunto común cada invierno, no supera en estupefacción el último caso de emergencia innecesaria conocido en Almería. Hace apenas un par de días los bomberos de la capital tuvieron que movilizarse para entrar a una casa de la que salía mucho humo, lo que lógicamente había alarmado al resto de vecinos del inmueble. 

Pues bien, lo que encontraron los vecinos al acceder al piso era de aurora boreal: los propietarios habían dejado una olla en el fuego de la cocina y se habían retirado a dormir. Llevamos años equiparando la imprudencia y el riesgo con la determinación, la valentía y el arrojo vital, y eso sí que no tiene remedio. En los tanatorios lo saben bien.