Las nuevos flageladores de lo cotidiano

José Fernández
00:39 • 19 sept. 2019 / actualizado a las 07:00 • 19 sept. 2019

Hay que castigar el cuerpo para salvar el alma. Esta idea, que no es mía, tampoco es reciente. Lo apunto aquí porque quizás usted piense que la persecución a la que estamos sometidos la mayoría de ciudadanos por bandas de moralistas y apóstoles de la corrección política es un signo de los tiempos o la consecuencia de la cadena de errores que el género humano comete a diario. Pues mire, no. Este insufrible tostón de flageladores de lo cotidiano no es algo nuevo en Europa. Ya en la Edad Media, especialmente durante la Peste Negra del S. XIV, el ascetismo y la mortificación eran las vías propuestas por moralistas y líderes religiosos para superar las enfermedades, las tentaciones de la carne, los vicios de la corte y la corrupción de la sociedad. Se llegaron a escribir multitud de canciones que, con el nombre genérico de “Geisslerlieder”, eran interpretadas por bandas errantes de cantantes que mientras iban por los puebles se fustigaban y laceraban, tratando de convencer a los espectadores de que el fin del mundo se acercaba y que había que redimir los pecados a toda prisa. Y es verdad que en la actualidad no hay monjes que se vayan zurrando el lomo por los caminos mientras llaman a la conversión de los pecadores, pero sí que nos enfrentamos a diario con las regañinas de algún colectivo, algún periódico o algún majadero con sobredosis de atril, que nos advierte del severo riesgo de nuestros pecados consuetudinarios: comer carne mata; ver el móvil contamina; desperdiciamos mucha agua en la ducha; los horarios de los institutos generan estrés; no hay que tomar gintonics después de comer; usamos demasiado papel higiénico; tener hijos agota los recursos planetarios; nos sentamos mal en el váter; usar aerosoles perjudica al ártico, el zumo de fruta no tiene fruta, etcétera.  En definitiva: todo está mal y todo lo hacemos mal. Bueno, pues por lo que a mí respecta, por favor, ahórrense las chapas. No pienso fustigarme. Déjenme vivir en paz.






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