Somos la locura enloquecida

Moisés S. Palmero Aranda
11:00 • 28 ago. 2019


Las motos de agua se han convertido en un grave problema de seguridad y tranquilidad en nuestras playas y a mí solo me viene a la cabeza Moby Dick. Ya sé que mezclar churras y merinas no conlleva ningún beneficio, pero ha coincidido en el tiempo que estuviese releyendo la novela de Herman Melville y presenciase un suceso que favoreciese la relación de ideas.


Hace unas semanas, frente a la piscifactoría de Aguadulce, tres motos de agua y dos pequeñas embarcaciones con grandes y ruidosos motores persiguieron, acosaron y pusieron en peligro la vida de un grupo de delfines mulares. Evidentemente no pretendían darles caza para obtener el “esperma” tan codiciado en los balleneros del siglo XIX, pero la escena me recordó, salvando las distancias, a la que había leído la noche anterior y que hemos visto en diferentes películas. 


Por unos segundos vi al Capitán Ahab, a Queequeg y Starbuck, remando en sus balleneras para dar caza a los cachalotes que nadaban libre y pacíficamente. En ambas escenas los participantes debían intuir, adelantarse a los movimientos de los cetáceos para ponerse lo más cerca posible. Unos para lanzar su arpón de manera certera, otros para lograr la foto con la que presumir en sus redes sociales. Ambos grupos poniendo su vida en peligro, unos por dinero, otros por notoriedad.



Si Herman Melville levantase la cabeza preguntaría sorprendido qué es una moto, y luego más fascinado aún exclamaría ¡en el agua!, pero estoy seguro que no se sorprendería demasiado de la relación que se produjo en mi cabeza, porque estará curado de espanto ante tantas hipótesis y explicaciones que se han lanzado de lo que quería transmitir en su novela.


Quizás eso sea lo maravilloso de la literatura, que en el mismo texto, en la misma historia, cada uno de nosotros encontramos una simbología diferente.



Moby Dick para muchos es solo una historia de aventuras, fruto de las experiencias como marino, como tripulante de un ballenero, de su autor. Para otros esa es solo la capa superficial bajo la que se esconde un entramado simbólico donde ninguna palabra, o nombre de los personajes, o sus lugares de procedencia, están elegidos al azar. Una historia de venganza, de poder, de rencor, representados en el Capitán Ahab que en un momento de su locura reflexiona: “Lo que he osado, he querido y lo que he querido, haré. Soy la locura enloquecida. ¡Esa locura salvaje que solo tiene serenidad para comprenderse a sí misma”


Esa frase recoge toda nuestra existencia y las motos de agua se han convertido en otro ejemplo más de la necedad del ser humano, que por el solo hecho de poder hacer algo lo hace, sin valorar las consecuencias que conllevará. Con esas palabras del Capitán del Pequod podemos explicar el cambio climático, la violencia de género, el problema de los refugiados o cualquier otra barbaridad de la que hacemos gala a diario en nuestro planeta.



Somos capaces de, por una obsesión, poner la vida de todos en peligro sin importarnos nada, de luchar sabiendo que perderemos, de ponernos a sesenta kilómetros por hora sobre la superficie del agua sin importarnos el daño que podamos hacer. Como le pide Pip al poderoso Dios Blanco cuando asustado por una borrasca se esconde bajo el molinete de proa”


¡Protégenos contra todos los hombres que no tienen corazón para sentir miedo!”

Ante la locura de un hombre solo nos queda la regulación, las normas, y sobre todo, hacer que se cumplan. Ante los inconscientes, los insensatos y los poco cívicos que presumen de hombría sobre las motos de agua, solo nos queda exigir que se cumpla la legislación. No hace falta hacer leyes nuevas, solo necesitamos que se cumplan. No se puede permitir que cualquiera que pague la tarifa pueda alquilar una moto de agua presentando solo el DNI, ni circular a menos de 200 metros de la orilla, ni salir de sus circuitos establecidos sin monitores que controlen la testosterona de los valientes. 


No hay que esperar hasta pararlos en alta mar, hay que visitar los puertos desde donde salen y comprobar que cumplen con todos los requisitos establecidos por la normativa.


Después, ante la desgracia, con agachar la cabeza y pedir perdón nos bastará, y melancólicamente podremos recitar las palabras con las que termina Moby Dick: “Luego se hundió todo y el enorme sudario del mar siguió fluyendo como había fluido cinco mil años antes”.


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