Tengo escrito que internet reúne lo mejor y lo peor de lo que producimos. Es el escaparate de todas las ideas. Todas. Las más creativas y las más estúpidas. Sólidamente fundadas y bulos carentes de toda base. Contando con la credulidad boba de un gran número de internautas, y la capacidad de crecimiento viral en internet de una información falsa, cualquier disparate disfrazado de verosimilitud, puede convertirse en dogma de fanáticos. Si el asunto afecta a aspectos críticos de nuestra sociedad, deja de ser una simple majadería sin importancia para convertirse en un grave problema de convivencia. Tal es el caso de los “ayatolás” anti-vacunas.
Oigo, leo, me entero de que el sarampión rebrota en Guadalajara (España), y en Norteamérica son cientos los casos graves. La situación resultaría inexplicable sin contar con la irresistible expansión de la estulticia, aquende y allende. A despecho de la racionalidad más elemental, del puro sentido común, hay un número singular de personas que rechazan las vacunas. La confianza en el sistema de salud mundial se sustituye por la creencia en las advertencias surgidas en internet de fuentes de nula credibilidad. Si dejamos campar a sus anchas estas creencias podemos ponernos, globalmente, como sociedad humana, en grave peligro. Podemos retroceder a mediados del pasado siglo XX cuando enfermedades como el sarampión, la poliomelitis, la viruela, la difteria, la tuberculosis, etc., convertidas en epidemias, provocaban una elevada mortalidad en las poblaciones humanas. De manera que es urgente combatir esta estúpida conducta humana por sus funestas consecuencias. Hay que sustituir la creencia en afirmaciones falsas por la confianza crítica en nuestro sistema de salud.
No se sabe bien cómo o por qué, pero han aparecido un número creciente de “objetores” a la vacunación de sus hijos aduciendo perjuicios para la salud de los niños o razones peregrinas. Por ejemplo, una secta cristiana inglesa se oponía con el argumento de que la vacuna impedía la acción de Dios sobre la vida y la muerte de las personas. Argumentos de idéntico “rigor científico” son presentados por homeópatas, naturópatas, y otras recuas de similar jaez. En contados casos, la oposición a la vacunación ha contado con algún soporte científico. En esos casos, se ha procedido a establecer una moratoria en el uso de la vacuna concreta y a estudiar la relación causa-efecto (vacuna-efecto adverso). ¡En ninguno de los casos investigados se ha encontrado que la vacuna hubiese tenido un efecto negativo! Los contrarios a las vacunas relatan episodios de presuntas consecuencias negativas, pero no pruebas científicas rigurosas. Y en ningún momento, valoran las consecuencias nefastas, reales, que su actitud tiene sobre la salud pública: el aumento del riesgo de epidemias a todos los niveles, desde el local al mundial.
Los países desarrollados, junto con su innegable ventaja económica, han alcanzado unos estándares avanzados de calidad social: una organización social democrática, buenos niveles de salud pública, y acceso generalizado a la cultura. De hecho, los demás países tienen como metas los estándares de los países democráticos desarrollados.
Sencillamente porque todos los indicadores de bienestar son considerablemente mejores en los países democráticos desarrollados. Concretamente, en el ámbito de la salud, la esperanza de vida es indiscutiblemente más elevada —y no ha dejado de crecer en los últimos años—. Como consecuencia de una mejor alimentación y un sistema de salud pública superior.
En éstas estamos cuando surge el cuestionamiento de nuestro sistema mundial de salud, entre otras cosas, poniendo en tela de juicio nuestro programa de vacunaciones durante la infancia. En principio, me parece legítimo que se critique cualquier aspecto porque todo es mejorable. Pero lo que debemos exigir es que la crítica sea rigurosamente científica y proponga una alternativa mejor. Porque, ¿cuál es la base fundamental de nuestro sistema de salud? La investigación científica. El desarrollo tecnológico que se origina como consecuencia de la investigación científica nos ha proporcionado modos de viajar rápidos y cómodos, la televisión, internet, etc. Y, en el ámbito de la salud, tratamientos novedosos que nos han hecho mejorar constantemente en nuestra esperanza de vida. Las vacunas, como otros productos utilizados por nuestro sistema de salud, son el resultado de muchos años de investigación, involucrando a cientos de investigadores, y probadas exhaustivamente en ensayos previos a su aprobación y comercialización. Nuestro sistema de salud está basado en la investigación científica y en un modelo estadístico riguroso de comprobación experimental de la eficacia de cualquier medicina. Este modelo viene avalado por sus resultados en los países más avanzados. En cualquier caso, existen en el sistema de salud los mecanismos necesarios para corregir cualquier problema sobrevenido, entre otros, la existencia de un organismo mundial (World Health Organization/Organización Mundial de la Salud, WHO/OMS) que vela por la salud.
Los ciudadanos tenemos a nuestra disposición la información relativa a este asunto. Me refiero a información relevante, científicamente fiable, publicada en los diversos medios de comunicación de contenido biomédico, no a la abundante basura con pretensiones que se acumula en tantas páginas de internet. La capacidad para comprender esta información está limitada a los expertos. Un gran número de ciudadanos carecen de la formación necesaria para aprovechar una información técnica específica. Estos ciudadanos pueden optar entre seguir el principio de “autoridad”, confiando en la “autoridad científica” de la WHO/OMS y del resto del sistema de salud, o bien seguir las ideas disparatadas de un puñado de fanáticos carentes del más mínimo soporte científico.
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