La república

Diego López Alonso
00:57 • 21 jul. 2019 / actualizado a las 07:00 • 21 jul. 2019

Soy hijo de “rojo”. Cuando tuve uso de razón me rebelé contra el nacionalcatolicismo que nos castraba metafórica y realmente. Milité activamente contra la dictadura en los últimos años del franquismo desde las filas del PCE, años —todavía— de plomo, donde los presos políticos se “caían accidentalmente” por las ventanas de las comisarías de policía, donde los obreros de las manifestaciones —con su funesta costumbre de ir “volando”— caían mortalmente heridos por disparos “hechos al aire”, donde un policía municipal te llamaba la atención destempladamente si te veía besándote con tu pareja, donde el camarero del bar te abroncaba por pedir una tapa de carne en viernes de Cuaresma…


Mi corazón y mi cabeza militaban entonces en el mismo bando: los perdedores de la guerra civil. Menudeaban entonces las películas relativas a la guerra civil con un marcado sesgo antifranquista, lo que me agradaba, pero que me dejaban siempre un regusto amargo, a derrota. Al fin y al cabo el resultado histórico era sabido: la República (la II República) fue derrotada. 


Me encuentro ahora, cuarenta años después, —más viejo seguro, no sé si más sabio, pero muy leído— con que mis buenos amigos, Los Puntas, alfareros de Albox, me regalan un vaso de cerámica con los colores de la bandera republicana. Por otro lado, mi viejo amigo Antonio Luis, también de Albox, me hace alusiones nostálgicas a la República. Y muchos de los más jóvenes izquierdistas se identifican con la república y rechazan la monarquía. Contemplo, callado, estas manifestaciones y experimento una sensación extraña: como de remordimiento, de culpa, de pecado, de hipócrita. Porque yo no comparto ya esa nostalgia de la II República.



Yo me hice monárquico “de toda la vida” el 23 de febrero de 1981, a lo que contribuyó de manera determinante la actitud del Rey, Juan Carlos I, aquella noche larga —en la que ponderaba si no me convendría poner pies en polvorosa, saltándome la frontera en Gibraltar, pasando a toda leche con mi SEAT 127—. Para entonces, intelectualmente, había madurado una visión de la II República española muy diferente de la “naïf” que habitualmente se consume en los cenáculos “progresistas”. 


La II República se inicia con la victoria de los partidos republicanos en las elecciones municipales celebradas en 1931. La España “progresista” había vencido a la España “conservadora”. Las “dos Españas” eran dos bloques radicalmente opuestos.  Pero ambas existían, eran reales y, en una aproximación grosera, representaban cada una a la mitad de los españoles. En esa situación, lo sensato hubiera sido pactar, llegar a un acuerdo de mínimos, negociar los requisitos básicos exigibles al nuevo Estado para poder acoger los dos bandos, a las dos Españas. Encontrar un marco democrático en el que pudieran convivir todos los españoles, de derechas y de izquierdas. Pero, no hubo acuerdo. Por el contrario, cada bloque fue radicalizándose progresivamente con el tiempo. Los conflictos se explotaban ideológicamente para incrementar la animadversión, para atizar la llama del odio.



Cuando en 1934, gana las elecciones la Confederación Española de Derechas Autónomas (la CEDA de Gil Robles),  los dos partidos mayoritarios de la izquierda, socialistas (PSOE, liderado por Largo Caballero) y anarquistas (CNT-FAI) —que habían advertido anticipadamente que no aceptarían los resultados de la votación democrática, si ganaba la derecha— organizan una insurrección revolucionaria contra la República que alcanza importancia en Asturias y en Cataluña. La revolución fracasa por la fuerza de las armas. Se reprime a los revolucionarios y se juzgan y encarcelan a los principales líderes implicados. Todo va en contra de la moderación y el acuerdo, y en favor del extremismo y el enfrentamiento. Aparecen milicias armadas con su consecuencia: los asesinatos políticos. 


En el verano de 1936 se ha alcanzado ya el paroxismo del enfrentamiento (asesinatos del teniente Castillo, socialista, y de Calvo Sotelo, monárquico). En ambos bandos, la gente moderada, tolerante, y demócrata, ha sido desplazada por los extremistas. Las dos Españas no se respetan. Se odian. Se desean la muerte. Persiguen la desaparición física una de la otra. 



Ambos bandos se prepararon para eliminarse el uno al otro… A ello, a liquidar físicamente al adversario, dedicaron tres años, en los que, los “heroicos” soldados de la retaguardia, la chusma más acreditada de cada bando, se dedicó a su oficio: el asesinato político de los pobres ciudadanos indefensos… 


Esa es mi visión de la II República: un régimen que fracasó de pleno por dejarse llevar por los extremismos. Que fue incapaz de organizar un marco de convivencia pacífica para todos los españoles. Que frustró las esperanzas de Libertad y de Progreso de la gran mayoría de los españoles.  Un Estado envenenado por el sectarismo político… Comprenderéis que no sienta nostalgia por su vuelta.



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