La palabra “laberinto”, que es quizás la que mejor refleja la actual situación política española, proviene del término griego “labrys”, que era un hacha de doble filo capaz de causar estropicios considerables. Y del mismo modo que la duplicidad del perfil de ataque era capaz de resolver situaciones complicadas en un combate, lo intrincado de este bucle aparentemente irresoluble de compraventa de apoyos aconseja empezar a pensar en serio en el establecimiento de un sistema de doble vuelta -otra duplicidad- que otorgue a los ciudadanos la posibilidad de resolver lo que la ambición, la voracidad y también -admitámoslo- la inmadurez infantiloide de algunos políticos no parece poder lograr. Y no se trata de acudir a un remedio experimental o en fase de pruebas. La segunda vuelta o balotaje, como españolizamos el término francés, es un viejo invento de mediados del S.XIX que permite resolver los procesos de elección de autoridades públicas cuando los resultados electorales han sido muy ajustados y la ausencia de mayorías claras propicia cambalaches que pueden acabar ensamblando coaliciones inestables y escasamente operativas de cara a la gestión diaria. Pero esto, que empieza a ser ya un clamor popular, choca con la resistencia de la clase política española a abandonar cualquier resorte legal que le pueda permitir alcanzar en los despachos lo que no se ha obtenido en las urnas. Y no sólo eso: los partidarios de dejar las cosas tal como están -es decir, en el embrollo y en el zoco- alertan del deterioro que conllevaría para el modelo de democracia representativa y proporcional. No sé, pero esto no marcha bien y algo habrá que hacer para cambiarlo. El problema ya no es que los políticos -como gritaban los del 15M- no nos representen, sino que es todo lo contrario: reflejan exactamente el tipo de sociedad ingobernable hacia la que avanzamos. Como en Italia, pero sin italianos. Mamma mía.
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