El cambio en Andalucía será explicar el trayecto que va de la perplejidad a la oportunidad. Lo que parecía imposible en noviembre es una realidad en enero. Y es normal que el ecosistema político y financiero dependiente de la nave nodriza de San Telmo pilotada por la santa patrona del susanismo sienta ahora el vértigo de la duda ante el futuro, pero creo que es necesario afrontar el tiempo que viene desde la sencilla seguridad de que es posible hacer las cosas de otro modo en Andalucía.
Por eso creo uno de los factores más positivos del cambio -histórico- que se avecina es que va a servir de antídoto a esa convicción tan ahormada en la intimidad de millones de almohadas de que aquí ya estaba todo hecho y que había que resignarse a no poder cambiar los acontecimientos. El horizonte de la vida en nuestra tierra va a depender, en buena medida, de la capacidad de serenidad y templanza de las fuerzas coaligadas en el empeño, que van a tener enfrente todo el catálogo escénico de una izquierda aún sorprendida al descubrir el amargo sabor de la lona. Y no lo van a tener fácil, porque el despliegue de recursos y medios exhibidos incluso antes de formalizar el cambio hace prever una legislatura convulsa y áspera para el presidente Moreno, que tendrá que dedicar el mejor de sus esfuerzos a enfriar la sangre de unos y a estabilizar las veleidades de otros. Y mala cosa será procesar los acontecimientos desde la perspectiva de la sigla. A ese futuro no se llega cambiando de partidos o de caras. La clave es abordar la situación andaluza con una mirada nueva que se centre más en los objetivos y en los proyectos antes que en la marca bajo la que se lleva a cabo esa transformación. No se trata de llevar a cabo un trueque de banderas sino en buscar ambiciones diferentes. Y para ello hay que desterrar para siempre el miedo al cambio y que la posibilidad de una transformación profunda deje de acarrear la tasa forzosa de la crispación y la bronca permanente.
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