Perdiendo los papeles

Ramón García
00:48 • 18 dic. 2018 / actualizado a las 07:00 • 18 dic. 2018

Si me dedicase a la crónica política, acontecimientos recientes en nuestras instituciones podrían relacionarse con el título de este artículo. Pero no, la historia no va por esos derroteros aunque yo piense que, efectivamente, esos papeles se están perdiendo. Lo mío es más literal: ¿Acabará el uso del papel?. Se viene repitiendo desde hace años, aunque se sigue usando. Recibir el último número de la única revista especializada en jazz de nuestro país que continúa editándose en este formato, Más Jazz, me ha hecho recordar lo importantes que han sido los quioscos de prensa para mi formación cultural. Quizás más que cualquier biblioteca.


Recuerdo la emoción cuando mis padres me compraban los primeros Mortadelos. Creo que aprendí a leer con Ibáñez. De las tiras cómicas pasé a la ilusión semanal de los fascículos y mis visitas al kiosco de la Rambla Alfareros -  regentado por el padre de mi amigo Francisco Manuel – para comprar la enciclopedia de Jacques Cousteau, de bellísimas ilustraciones, que jamás logré completar. Más tarde, con las colecciones de libros, comenzaron mis lecturas más serias. Mi juventud se llenó de suspense y monstruos con aquella Biblioteca del Terror de tapas negras y letras de un sangriento color rojo. Y en la era de la incipiente ‘micro informática’ nunca faltó mi visita semanal para agenciarme el PC World, PC Magazine o cualquier revista que comenzase por esas entonces dos mágicas letras.

Y, por supuesto, gracias a las colecciones de vinilos mi cultura musical subió muchos enteros. El mejor complemento a la sabiduría del maestro Cifuentes era la colección Maestros del Jazz; y Maestros de la música me acercó mucho más a Beethoven y Mozart que la asignatura de música del instituto.



Bazares de las maravillas, fuentes de conocimiento sin fin en los que convivían portadas de banales revistas, o las muy subidas de tono – en cierta época exhibían más cuerpos desnudos que cualquier playa nudista – con sesudas colecciones de literatura y filosofía, o hasta cursos de ganchillo. Esas sucursales de la biblioteca de Alejandría regentadas por un amable quiosquero han ido languideciendo poco a poco, aunque persisten heroicamente unas pocas esparcidas por cada ciudad.


En esta época – llena de ventajas, no me quejaré de vicio – en la que los compradores de publicaciones en papel empiezan a ser considerados excéntricos, quería aprovechar mi último artículo del año para rendir homenaje a esos templos del saber que siempre hemos tenido a la vuelta de la esquina. Puede que hoy te hayas acercado a uno de ellos a comprar este diario donde me estás leyendo.





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