Los constitucionalistas y la orquesta del Titanic

Pedro Manuel de La Cruz
14:00 • 09 dic. 2018

La Constitución celebró el jueves su Cuarenta Aniversario en medio de la crisis más profunda desde su aprobación en 1978. El desprestigio de una clase política inmersa en una preadolescencia permanente, un sistema judicial acercándose cada vez más peligrosamente al abismo del descrédito y la consolidación de opciones políticas que quieren hacerla saltar por los aires, conforman una santísima trinidad de la que se puede deducir una sola realidad verdadera: aquello por lo que lucharon tantos y que tanto beneficio ha procurado (España ha avanzado más en cuarenta años que en los cuatrocientos anteriores), atraviesa el más peligroso cabo en medio de la más peligrosa de las tormentas. El miércoles, en el concierto de gala presidido por los Reyes para celebrar la conmemoración y mientras sonaba la Novena de Beethoven, era inevitable recordar la imagen de la orquesta del Titanic. Gobierno, oposición, poder económico, directores de medios de comunicación y gente distinguida oyendo el concierto mientras el barco constitucional se debatía sin rumbo en medio de las olas que intentan hundirlo.


Lo que empezó construyéndose en un laboratorio universitario de frases de consumo rápido -casta, no nos representan, empoderamiento, sí se puede- y acampó en la esquina izquierda de Sol, ha encontrado en la esquina derecha su complementario de guardarropía antigua y cazallera. Cuando la mendacidad y la mediocridad se adueñan del escenario una parte del público que asiste al espectáculo acaba hastiado y es, en ese hastío, donde los espectadores sucumben a la atracción efímera y falsa de la extravagancia. Podemos había sido, hasta ahora, la única puerta de salida; después de las andaluzas, la clak, hasta ahora callada, de la trinchera de enfrente, encontró en VOX la otra puerta por donde abandonar la sala.


Cuando los poderes del Estado se acomodan en la irresponsabilidad de ensimismarse en sus intereses tribales, resulta inevitable la aparición de predicadores que, como el Melquiades de “Cien años de soledad”, lleguen a las plazas de miles de Macondos para vender su iluminada mercancía. 



La gallina que pone un centenar de huevos de oro al son de la pandereta, el aparato para olvidar los malos recuerdos y los loros pintados de todos los colores que recitan romanzas italianas, que era la mercancía que el gitano Melquiades presentaba a los encandilados habitantes del Macondo de García Márquez, se vende ahora en los programas electorales de los charlatanes de feria que tanto abundan en los platós de televisión o en las plazas impúdicas de las redes sociales. 


El centenar de huevos de oro lo pondrán estos líderes al son de la papeleta; los malos recuerdos quedarán borrados y para siempre cuando los empoderados tomen los cielos por asalto o en España, prietas las filas, recias, marciales, empiece a amanecer; y los loros, de azul mahón o rojo intenso, qué más da el color, recitarán salmos alabando la revolución de las sonrisas o procesionando bajo palio la España grande y libre de la nueva inquisición neoliberal.



Lo dramático de estos predicadores de todo a cien, de estos Melquiades de la política populista es que están encontrando en los otros dirigentes políticos complicidad interesada para su estrategia. Pedro Sánchez no tuvo ni pudor ni coherencia para buscar el poder apoyándose en el constitucionalismo radical de Ciudadanos primero, para, unos meses después, conjurarse con los anticonstitucionales más radicales de Podemos y el independentismo para alcanzarlo.


En la otra acera Pablo Casado y Albert Rivera, indignados -con razón y por abundantes razones- por la complicidad de Sánchez con los antisistema de Iglesias, Torra y Rufián, no ven ahora ningún inconveniente en contar con la complicidad del antisistema Abascal para llegar al poder. Cuanto impudor. Impudor y cinismo. Porque Pedro Sánchez, Pablo Casado  y Albert Rivera saben que la pretensión mayor de sus ocasionales aliados no es otra que la destrucción de la Constitución que ellos dicen defender y con tanto entusiasmo han homenajeado esta semana.



No. La Constitución no se defiende, o no se defiende sólo, ni en Auditorios ni en declaraciones institucionales. Se defiende, primero, cumpliéndola y, después, no aliándose con quienes quieren destruirla. Nadie, solo los necios o los irresponsables, buscan la compañía de quien quiere destruirla.



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