El otoño de la vida

José Luis Masegosa
14:00 • 19 nov. 2018

El ecuador de noviembre desnuda impúdicamente los árboles de nuestro entorno, mientras las tapices amarillentos del campo demudan sus tonos por el incipiente verde que aflora a causa de las incesantes lluvias de este húmedo otoño . Mis pasos se encaminan inciertos entre las innumerables y caprichosas sendas que dibujan las hojas deshojadas que abrigan el mojado suelo. Es tiempo de ocres, de pasteles y de satinados con los que la naturaleza pincela a placer numerosos retratos de vida. Una de esas fotografías de larga trayectoria humana la encontré, una vez más, en uno de esos templos vivos de la vida que cada día es menos vida, pero donde un gesto, por pequeño que sea,  una leve sonrisa o un minuto de oído adquieren un precio impagable que supera cualquier bien material; en estos escenarios donde el otoño es más otoño y las actitudes humanas encuentran el caldo de cultivo para ser precisamente humanas, ante todo. Aquí, el  visitante se deja llevar por los  murmullos y lamentos que cantan los protagonistas que hallan en estos  establecimientos  el penúltimo albergue, los penúltimos rayos de una tenue luz que aún ilumina los torpes pasos por infinitos pasillos antojados. 


Todo comenzó cuando doña Elvira enviudó. Cuando la edad empezó a pasar factura y ya no podía valerse por sí misma. Fue entonces cuando todos y cada uno de sus cinco hijos instalaron a su madre en este mismo centro donde ahora ella se desahoga con el imprevisto visitante. Ella ya no sabe exactamente cuándo fue le última vez que recibió noticias de sus descendientes, aunque al principio esto no ocurría. Cuando se marcharon del pueblo escribían y llamaban por teléfono. Luego, las cartas se espaciaron cada vez más, el teléfono enmudeció y las visitas quedaron sumidas en una dolorosa quimera. Paulatinamente, sus descendientes dejaron de ir a verla. La justificación era el trabajo y  las numerosas  ocupaciones. Las diferentes actividades profesionales y los negocios personales comenzaron a irles bien y no tenían tiempo para visitar a su madre. A lo mejor, subraya la anciana, piensen que una mujer de pueblo no encaje en su mundo o que  tal vez su madre pueda entorpecerles su vida.


 Como todos los días del año, la rutina preside el tictac del tiempo que corre despiadado en contra de los calendarios vivientes que alberga este centro geriátrico ,en el que todos los esfuerzos por aderezar la estancia con un halo de “normalidad” se rebelan para desnudar los dramas y tragedias que muchos de los residentes llevan consigo con imperativa resignación capuchina.  



Es media tarde. Una pátina intensa de gris oscuro, casi negro, se posa en lontananza sobre el próximo horizonte de las cumbres nubosas de los Filabres. Los pasillos y estancias comunes del centro se pueblan de epidermis arrugadas. Chapotean las gotas de agua sobre la cubierta del edificio funcional que lleva nombre de alcalde. La tarde se adormece y los grises dominan  las desiertas calles como se imponen en el relato entrañable y sincero de doña Elvira, quien afirma que muchas veces al día procura engañarse. La realidad, la suya y la de muchos de sus compañeros residentes, puede ser demasiado dura, por lo que asegura que no ha perdido la esperanza de que cualquier mañana de cualquier día, antes de que muera el otoño,  alguno de sus hijos abra la puerta de su habitación y le haga recordar que aún no está sola, viejita y entregada a la suerte de una institución tan  necesaria como fría. Cuando el engaño no habita su corazón, a menudo las lágrimas enjugan sus ojos como las gotas de la lluvia riegan las hojas de otoño en un continuo chapoteo de melancolía, la del otoño de doña Elvira, la del otoño de la vida.  





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