Periferias: El invierno almeriense en su guarida. El viejo

Por qué ha de ser fea la vejez, si, como dijo Fausto Romero, no es sino una mochila de juventud

Imagen de una persona mayor andando por Santa María de la Nieva.
Imagen de una persona mayor andando por Santa María de la Nieva. La Voz
Juan Antonio Cortés
21:07 • 17 ene. 2022 / actualizado a las 21:08 • 17 ene. 2022

Todo invierno tiene su cueva, su abrigo, su guarida. La de aquí, piensa el caminante, no debe estar muy lejos de la A-327. La A-7 sigue su curso hacia el Segura, que es tierra de huertas y barracas, pero el frío hace un leve giro, se sale del redil y camina, pendenciero, por una de las vías más áridas de Andalucía: la que une la frugal Huércal-Overa con la señorial y recia comarca de Los Vélez, sin olvidarnos de Taberno, Oria y Albox, que de heladas saben un rato. 



Mediodía es. Los minifundios rectangulares se suceden. Cruces de caminos. Entre la Rambla de Pallarés y la Rambla Grande. Polvorientas, blancas, sedientas. La calzada secciona la barriada de Las Lomas. Sin solución de continuidad, a la izquierda, se abre un colosal embalse de regadío. Un par de ciclistas dominicales transitan hacia la Sierra de las Estancias dándole a los riñones. Dejan atrás una escuela rural. Y un consultorio. Una empresa de autocares. Y el templo, sencillo, bello, de aires y tejado levantinos. Y una tienda de ultramarinos de las que abren cuando toca el vecino y alguien está viendo la novela. Un perro corre por la acera medio endemoniado, pero su dueño no se altera. Algunos motoristas calientan su cuerpo con café en un bar con terraza. Y diez adolescentes juegan al fútbol chico, también luchando contra el aire cortante. Es Santa María de Nieva, donde todo empieza.



Entre la Rambla de los Anguitas y la Rambla del Algol busca su sitio la AL-9105, que nos lleva a otro mundo de aldeas y cortijadas y tierras que sorben hasta la última gota de agua. Pero hoy el invierno avanza hacia el viejo marquesado. El frío campa a sus anchas en estos lares y en los caserones diseminados, como los de Las Minas, el humo de madera de olivo se esparce en el horizonte como hilos de vida. La escarcha y el hielo son cuchillos amenazantes en las umbrías. Al llegar a Las Piedras, las casas con piscina auguran veranos tórridos. Los López quedan a la izquierda. A la derecha, la cortijada de los Curas y el cortijo Los Lucas. Aún quedan olivos en los que aposentar una escalera. Madrugadas de relente.



El pueblecillo de Huércal-Overa



Por allí, cerca de una central eólica, se adivinan ruinas de lo que en su día fueron lugares de labranza. Próximos están Los Torrentes, Los Pardos, Los Cabreras. La carretera se torna cada vez más elevada y serpentina. No hay mal de alturas, pero los barrancos, como el del Cerro del Cura o el del Cenillo, nos sugieren una belleza descarnada. Y prudencia. Fuera hace frío. Donde hay almendros, hace rasca. Almendros en flor que han mudado su piel antes de tiempo, primavera adelantada que luce inmaculada y nívea. Cosas del cambio del clima, nos dicen. Por el camino se intuye alguna que otra granja familiar. Entre los montículos medianos, sueñan los olivos, y los valles escarpados lo dominan todo. Estamos ya cerca del norte. Es espacio de cortijos: Olivar Alto, Santiago, La Estrella, desparramados entre caseríos como La Dehesa. Sí, Vélez Rubio está ahí al lado. La A-347 muere al cruzarse con la A-92 Norte y el frío, que nos ha acompañado en la aventura, esparce sus bocanadas por los entornos rocosos del Maimón. Arriba, en la sierra, Granada y Murcia se alcanzan con tirachinas. El frío se escurre en la Cueva de los Letreros, con sus brujos e indalillos, y amenaza los campos de cereales de Topares y Cañadas de Cañepla, a solo 700 metros de Granada, donde nace el Guadalquivir y Andalucía comienza a vertebrarse.



Pero el viajero irá a Los Vélez otro día, piensa, y entonces decide volver por sus pasos hacia Santa María de Nieva, el pueblecillo de Huércal-Overa donde empieza a entenderse por qué Almería es tan diversa. Como ha pasado una media hora, entre estirar las piernas y echar esas fotos que luego se borran, en la aldehuela ahora hay más movimiento. Una joven mujer se despabila en el umbral de su puerta. Unas cuantas criaturas cascan por donde la iglesia. Y un viejo. Un viejo, con su bastón, y su mirada vaga, pastorea la mañana a la espera del almuerzo sin más prisas que el reloj del hambre. Tal vez ese viejo, que dirigía Borges, es un hombre joven porque su animal casi ha muerto, pero los huesos sí chirrían. Aunque qué sublime es su empeño por pelear. Eso. Eso hace. Pelear contra la nostalgia. Por qué ha de ser fea la vejez, maldita sea, si, como dijo Fausto Romero, no es sino una mochila de juventud llena de experiencia. 



Eso hace el viejo, con su corva y sus andares asimétricos, tierno como la madriguera: recordar que ha sido niño noventa años y que, detrás de los surcos, hay muchos inviernos de tractor y chimenea, duros rocíos y agostos soporíferos. El viejo atempera cada paso. Lento como las tardes de enero. Lleva el abrigo que el invierno merece. Aquel invierno de la A-327, en su guarida, donde no hay niebla, sino vaho, y el confort del fuego bien merece un escalofrío.




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