Crónicas de una vida: la tía Eladia

Sufrió la sombra de la guerra: su padre fue represaliado y un hermano estuvo en el frente

Niños en una colonia escolar durante la Guerra Civil.
Niños en una colonia escolar durante la Guerra Civil. La Voz
Juan Francisco Colomina
07:00 • 29 mar. 2020 / actualizado a las 08:00 • 29 mar. 2020

La tía Eladia tiene algo así como 90 años. Y como Don Quijote, nació en un lugar de cuyo nombre no quiere acordarse. Vive con tranquilidad estos días. La tía Eladia (la voy a llamar por deseo de su familia) es hija de un soldado que luchó con sangre y sudor en las guerras coloniales de Marruecos, allá por los años veinte del pasado siglo.




Desde su butaca se balancea y cuenta las batallitas que su padre le contaba. La verdad es que su memoria y la historia se mezclan entre los cuentos de aquel joven soldado de 18 años y los relatos que con el tiempo ha ido magnificando. Su mente viaja hacia aquellos años 30, donde pasaba su infancia en el cortijo, entre los árboles, las cabrillas, las muñecas de trapo y las frugales meriendas juntos a sus hermanos (dice que tuvo tres o cinco, pero a saber).




La tía Eladia se levanta y va a por su taza infusión de manzanilla. Pese a su edad tiene aún bastante fuerza física. Le fallan las piernas, esas que usó durante parte de su infancia para correr de un lado a otro. Vuelve a su butaca y a su balanceo hipnótico.




Hace repaso a lo que va contando. Creo que ha vuelto a cambiar parte de su historia. Vuelve a su infancia, esa época feliz que se vio truncada abruptamente. Una leve sombra de tristeza le recorre la cara. Hasta su voz parece que se apaga. “Yo no entiendo de política”. Es lo primero que suelta antes de volver a hablar. Sospecho de qué va a hablar.




Pero primero se detiene en algo que me parece entrañable: me habla de su perro. Tantos años después aún recuerda cómo se llamaba, cómo era y que monerías hacía. Su cabeza parece que se queda allí por unos instantes. Sonríe. Le pregunto por qué lo hace. Vuelve a tu taza.




Tercera versión
Retoma su historia. Creo que vuelve a darme una tercera versión de las batallas de su padre. Decido dejar de escribir. Creo que es mejor escuchar atentamente. “La guerra”, le digo. “Ah”, me dice. No parece muy dispuesta a hablar, pero de pronto se arranca. Vuelve a decirme algo de su padre. “Un horror, eso fue un horror”. Recuerda perfectamente aquello. Se escondía en su cortijo cuando oía algún ruido extraño. La felicidad pareciese que se hubiera esfumado. La recupera cuando una colonia de niños de Madrid ha venido al pueblo. No son más de 10 ó 12 pero son la novedad. “¿A qué habrán venido?”.




Pasa rápido por la guerra. Ella no perdió a nadie en aquella contienda (en realidad no lo recuerda) pero en la calle había familias enteras que habían perdido todo. Su padre era mayor para ir de nuevo a otra y sus hermanos, bueno, no dice nada. Me quedo extrañado. Lo que peor recuerda es el hambre y el cansancio. La postguerra fue terrible para muchos. La muerte parecía que se pasaba por el pueblo todos los días y el hambre iba de su mano. Su familia se quedó sin el cortijo. No sabe por qué. Tengo algún expediente de su padre y de sus hermanos. Venía con la idea de entregárselo, pero me asaltan las dudas.




Con trece años (o catorce, no se acuerda) marchó con su madre a la ciudad. Todo le era extraño. En la buhardilla de un edificio “ruinosísimo” se quedó hospedada con su madre y una hermana. La vida hizo que entrase a limpiar en una comunidad de vecinos. Así transcurrió su vida, entre escaleras, trapos, cubos y fregonas. Quizás de ahí le viene su fortaleza. Casó con un primo, “de esos lejanos”, en los años cincuenta, cuando ya iba para solterona. “Pero muy feliz, ¿eh?”, me espeta. Se ríe. Su marido estuvo año y medio “haciendo dinero en Austria”. Poca cosa. Volvió a España y se dedicó a algo de intermediarios. No logro saber qué profesión es. La llegada de la democracia (“no entiendo de política”) le pilló en la madurez. No iba con ella. Ella seguía en sus portales y con sus trapos. Quiso abrir una tiendecilla de “todo un poco” pero no cuajó.


La tía Eladia no tuvo hijos. Creo que tampoco los quiso. Apenas tienes ya familia directa. Sus tres hermanos (o cinco) no viven ya. Tiene dos sobrinos que la quieren a rabiar. Está en una residencia desde hace ocho años. Ella vive feliz con sus amigos. Sale a pasear por los alrededores, come, ve la televisión. Y duerme mucho. “Como el perro”.


Preocupación
Hace unos días le mandé un wasap a su sobrina. Estaba preocupada por la situación que están viviendo muchos de nuestros mayores en algunas residencias. Ella, que también tiene una edad, me llama porque no le gusta escribir por el teléfono. Eladia está regular. Muy mayor ya. Apenas se mueve y habla. Me dice que se está yendo ya de este mundo. Su memoria ya se ha perdido del todo. No puede ir a verla, claro, “con todo esto del virus ya es imposible”. Ojalá Eladia se vaya, si tiene que irse, en paz, sin sufrimiento y con su familia. No llegó a saber por mí que su padre fue represaliado y que uno de sus hermanos sí fue a la guerra. Desapareció. No sé si llegó a saberlo en algún momento, la verdad, aunque no me queda duda de sus sospechas. Cuando la entrevisté en 2014 ya tenía una demencia algo avanzada. Con los años se quedó como aletargada, pero en este último se ha acelerado.


Eladia no leerá estas palabras. Y si se las leen seguramente no las entenderá. Quizás sea lo mejor. Estos tiempos están siendo terribles para nuestros mayores. Y no solo por la dichosa pandemia. Los hemos olvidado. Y eso, para una sociedad, es también un virus. Que te vaya todo muy bien, Eladia.


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