El niño que no quiso ser lama

El lama Zopa le identificó gracias a visiones como la reencarnación del lama Yeshe

Osel, ya adulto,  junto al Dalai Lama.
Osel, ya adulto, junto al Dalai Lama.
Óscar Fábrega
07:00 • 21 oct. 2018

Muchos de ustedes recordarán la historia de un niño granadino, Osel Hita Torres, que saltó a los titulares de los periódicos por haber sido identificado como la reencarnación del lama Yeshe (fallecido en 1984), uno de los principales introductores del budismo en Occidente —junto al lama Zopa creó la Foundation for Preservation of Mahayana Tradition (FPMT), organización que se ha convertido en una de las más importantes e influyentes en el budismo occidental.



Pues bien, fue precisamente este lama Zopa el que a los catorce meses, tras más de un año buscándole, le identificó como el tulku, es decir, la reencarnación del lama Yeshe, gracias a varias visiones oníricas que lo condujeron a la cuna de Osel, nacido el 12 de febrero de 1985 y que asistía desde bebé, junto a sus padres, a un centro de budistas de la Alpujarra Granadina (hoy conocido, precisamente, como Centro de Retiros O Sel Ling, en su honor), afiliado a la FPMT.



Sus padres vivían en Bubión, una localidad cercana…  y allí fue “encontrado” por el tal Lama Zopa.



El proceso para comprobar que realmente Osel era el lama fue tan puntilloso como suele serlo e incluyó el reconocimiento de objetos personales de Yeshe. Una vez identificado por el propio Dalai Lama (entre otros ocho aspirantes), cuando tenía solo seis años, le vistieron de rojo azafrán, le pusieron un gorro amarillo y se lo llevaron a la India, al monasterio de Sera, para iniciar la formación adecuada que le llevaría a convertirse en la cabeza visible de la organización creada por Yeshe y en el continuador de su tarea.



Fue alejado de su familia y se le recluyó en un mundo donde fue adorado como una divinidad y educado en la disciplina monacal más férrea, dura y alienante.



“Con 14 meses ya me habían reconocido y llevado a la India. Me vistieron con un gorro amarillo, me sentaron en un trono, la gente me veneraba... Me sacaron de mi familia y me metieron en una situación medieval en la que he sufrido muchísimo. Era como vivir en una mentira”, reconoció el propio muchacho en una entrevista concedida hace anos años al periódico El Mundo.  De hecho, a los ocho años, cuando solo llevaba dos allí, el chaval grabó una cinta que envió a su madre: “¡Mamá, ven y sácame de aquí!”.



Le hizo caso y le sacó del monasterio, pero tras una reunión de urgencia en Londres con líderes del rollo, todo pareció volver a la calma, y Osel volvió a Sera. El budismo pudo más que el sufrimiento del muchacho.



“Era muy rebelde, siempre lo he sido. La única forma de controlarme era a base de palos. Hacía muchas gamberradas. Me negaba a hacer lo que tenía que hacer y hacía lo que no estaba permitido”.


Fue creciendo, y aunque durante su adolescencia estuvo varias veces en su pueblo alpujarreño, Bubión, donde su padre aún mantiene una casa, nunca descuidó sus estudios de filosofía tibetana. Se asombraba muchísimo si veía una pareja besándose (“mamá, mira qué guarrería”); se empeñaba en jugar a las máquinas en el bar; desconocía los helados; se sorprendía con las niñas; estaba encantado con los vídeos y los pepinillos en vinagre, y no entendía muy bien que los demás niños del pueblo no le reconocieran también como lama reencarnado…


Pero siempre regresaba a la India, aunque en su interior se iba gestando una decisión que tomaría nada mas cumplir la mayoría de edad, cuando dijo “ahí os quedáis”. Abandonó el monasterio y a sus 5000 compañeros monjes, y se marchó a conocer el mundo: estuvo en Canadá (en 2004), en Suiza, en Estados Unidos y en algún país mas, para acabar finalmente en Madrid, donde estudió dos años de Dirección de Cine y completó la diplomatura con un tercer curso de Dirección de Fotografía. 


“Mi crecimiento se frenó y hay muchos aspectos en los que aún tengo que madurar: convivencia, sociabilidad, conocerme mejor y saber quién soy... Muchas veces me sorprendo a mí mismo con reacciones en las que no me reconozco, sobre todo en las relaciones, que es donde realmente vemos nuestros colores”; dijo en la misma entrevista de El Mundo. 


Hoy en día vive en Madrid, luce melena larga, perilla y patillas pobladas, una camiseta desgastada y un par de zapatillas negras agujereadas. Es un activista pacifista y, como decía, no ha renunciado al budismo. Aunque, a la pregunta de si sigue siendo budista, dijo: “No, soy agnóstico científico espiritual. Creo en la consciencia y en las vidas pasadas y futuras. Para mí la vida no termina cuando se muere porque si no, no tendría sentido. El cerebro no puede ser lo único que nos mantiene vivos. Aparte está el alma, la consciencia o el ser, que es algo más eterno”.


Eso sí, de sus gastos parece se ocupa la FPMT, ya que Osel no se ha desentendido de la misma, que cuenta con más de 130 centros en todo el mundo.


El caso es que el chaval, ya un adulto, no ha hecho nada más y nada menos que buscar su propio camino, alejándose de la dura y férrea disciplina de un monasterio en el que se pasaba catorce horas al día rezando y estudiando, rodeado de miles de varones que le adoraban como a un semidios, sin conocer mujer y sin posibilidad de salir libremente durante doce largos años. Si fuese otro tipo de organización y no una religión tan positivamente vista para muchos, estaríamos hablando de una secta destructiva.


Como curiosidad mencionar que durante el tiempo que el actor Richard Gere pasó en Sera, asistiendo a las enseñanzas del Dalai Lama, fue alojado en la cabaña vecina a la de Osel. Éste se encontraba todas las mañanas al actor (“un tío fenomenal, muy majo”), pero nunca pudo comentarle sus dotes interpretativas porque no había visto sus películas.


La tele está prohibida en Sera. 



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