Los alemanes que llegaron al Quinto Pino

Los alemanes que llegaron al Quinto Pino

Manuel Leon
20:12 • 26 may. 2012

El Quinto Pino era entonces el límite donde empezaba el más allá, el plus ultra mitológico de la ciudad de Almería, donde no llegaba ni el coche de línea. Las familias almerienses de la avanzada postguerra, con botijos y tarteras con tortilla, agarraban el autobús en el Paseo del Generalísimo y se internaban por el Puente de las Almadrabillas, el Balneario San Miguel, Villa García, Las Conchas, El Zapillo, La Térmica hasta el Cortijo La Marina del Qinto Pino. De allí no pasaba el chófer. Acababa la carretera y comenzaba el averno de cañaverales de la curva del río.
Hasta allí llegó un día lejano de 1959 Henri Hagen, un arquitecto alemán herido de metralla en la ingle en II Guerra Mundial cuya dolencia se le fue complicando. El especialista le dijo que si no quería perder la pierna se tenía que ir a vivir a un país seco meridional. Arrojó un chinorro sobre un mapa y cayó en Almería. Hasta la vega almeriense llegó con un poderoso vehículo acompañado de su esposa Gertrudis y ahí se quedó ya para el resto de sus días.
Hagen, pelirrojo, aficionado a tocar el violín, conocedor de siete idiomas,  había nacido en una familia de agricultores en la región de Hessen con antepasados de Baviera. Se alistó en el ejército y combatió en  el Frente Ruso y en Finlandia, donde fue profesor de esquí de los soldados germanos.
En una escaramuza contra el ejército bolchevique, acorralado entre unos arbustos, logró hacer explotar una bomba de mano sobre la escotilla de un tanque enemigo que voló por los aires. Le dieron la Cruz de Hierro por ello pero no quiso continuar en el ejército ni le gustaba hablar mucho de ello.
Su sueño estaba a partir entonces en el sureste andaluz. Tras mirar la zona de El Palmer, se decició a comprar los huertos del Quinto Pino. Era un lugar idílico entonces, rodeado de establos de vacas, cañas de tomateras y campos de alfalfa. Acababa Franco de inaugurar la Central Térmica  con los penachos de humo coronando esa estampa bucólica circundada por el Camino de Jaúl,   La Goleta y la Punta del Andarax.
Ese cartabón de vega verde salpicado de cortijos solo tenía dos hitos urbanos: el chalé del arquitecto Peña y el del ingeniero de la Térmica. El resto, amapolas, balates y aliento de rumiante.
Hagen, con ímpetú juvenil a pesar de sus 50 años, empezó a ejecutar los proyectos de urbanización, a traer el agua y la luz y a trazar una primitiva canalización de alcantarillado con la que regaba los árboles. Allí, en ese ámbito rural con olor a heno, terminó de criar a sus cuatro hijos y vendió parcelas a otros extranjeros como Mister Morton, un excéntrico inglés superviviente de la batalla del río Kway  a quien le conmutaron tres penas de muerte en Indonesia; o a José Moreno Martínez, un pintor de bodegones campeón andaluz de billar que se hizo un chalé con un rótulo en la puerta, como las villas romanas, que rezaba ‘La Casa del Maestro’.
Los niños de Hagen se bañaban en la playa del agua caliente junto al espigón y jugaban a la guerra en el búnker de la guerra conocido como nido de ametralladoras. Lo peor eran los días en los que azotaba el Levante o el Poniente cuando había que sacar con un contenedor la arena de las casas.
Se fueron haciendo mayores, Henri y Gertrudis  y se retiraron a El Mochuelo, una finca  en El Pozo de los Frailes, junto a San José, que intentó transformar en un vergel: abrió tres pozos y desarrolló hectáreas de cultivo de una especie conoc






Temas relacionados

para ti

en destaque