Por tierras de Cuevas y Vera

“El tránsito de Simón de Rojas por nuestra geografía en el XIX nos acerca a la época”

Panóramica de la Vega de Cuevas, con la localidad al fondo.
Panóramica de la Vega de Cuevas, con la localidad al fondo.
Enrique Fernández Bolea
23:49 • 13 dic. 2019

Lo empujaba una encomienda y su firme resolución de cumplirla. El botánico Simón de Rojas Clemente Rubio atendía a las pretensiones científicas de la Corona, empeñada desde el reinado de Fernando VI en no dejar especie sin reconocer, estudiar e inventariar a lo largo y ancho del decadente imperio español. Y esta tarea aún estaba pendiente por tierras del Reino de Granada, ese territorio que hasta la división de Javier de Burgos en 1833 agrupó a las actuales provincias de Málaga, Granada y Almería.





Con el objetivo relatado, tesón inquebrantable e inagotable curiosidad, emprendió el naturalista su viaje hacia nuestra tierra a finales de 1804, aunque no será hasta bien avanzada la primavera del año siguiente cuando lo hallemos por Vera y Cuevas. Era el exhaustivo estudio del reino vegetal y su catalogación el objeto primordial del viaje, pero no el único: el espíritu inquieto de estos científicos ilustrados, su afán por observar y entender el mundo, los llevaba a anotar en sus cuadernos de campo la cotidianidad, las costumbres y las actividades de los lugares que pisaban, así como las otras riquezas naturales que aquellos parajes atesoraban. Clemente no fue una excepción, de ahí que su testimonio sea un fresco de época atestado de curiosidades.



Nada más arribar a Vera, se lamenta del alojamiento donde “se habían llenado de piojos […] y nos habían bebido el vino y usado de nuestros comestibles y bienes, como si fueran comunes, y aun tratado de quedarse con los no comestibles”. Es una primera y negativa impresión que compensará de inmediato, ya acomodado e instalado en lugar más a propósito por mediación del corregidor de la localidad. Informado y acompañado por el respetable comerciante Miguel Ramírez, nos desvelará que es Vera uno de los pueblos que más marineros aporta a la Corona y tiene muchos pescadores cuyas “mujeres gastan su lujo y son aseadas”. Pero lo que más llama la atención al botánico es que tanto en esta ciudad como en la vecina Cuevas exista una notable industria dedicada a la confección de medias de seda, hilo y principalmente algodón, muy vistosas y de buena calidad; o la destinada a tejer colchas, ropa de mesa y otros lienzos, “siempre muy durables y, a veces, muy vistosos y finos”. De esta manufactura se ocupaban con exclusividad las mujeres que “hilan todo con su rueca y tejen con el telar que cada una procura tener en su casa y hacen las medias con aguja; para colorar sus hilos los envían a Cartagena”. Le cuenta don Miguel que hace unas décadas la Sociedad Económica de Amigos del País de Vera, una de las primeras en constituirse en el reino, quiso modernizar los procesos de fabricación y dotó a estas mujeres con algunos tornos de hilar, pero no se adaptaron y volvieron pronto a sus ruecas.



Sorprende al viajero lo aficionados que son los de Vera y Cuevas a bañarse en el mar, unos en la Garrucha y los otros en Villaricos, frente a la torre de Montroy. Concurren a esta costumbre en muchedumbre y, hasta no ha demasiado, lo hacían juntos hombres y mujeres, los unos en calzoncillos o camisa, y las otras “con sus enaguas, camisa y toalla que cubriese el pecho”, sumándose no pocas veces los capellanes, para escándalo de la moralidad dominante. Cuando Simón de Rojas nos visita, se ha impuesto el recato: “Ahora asiste la tropa a los baños, que cuida se recreen aparte cada sexo”, y en Cuevas no cesa la publicación de bandos en contra de esta inmoral e incivilizada costumbre. Tampoco le pasa desapercibida una actividad –no exenta de sorpresa desde una mirada actual– que, frente a las referidas playas, desarrollaban por entonces algunos barcos catalanes: la “pesca” del coral.



El 22 de mayo arriba a Cuevas. Allí lo espera Miguel Soler Molina, quien unos años más tarde cambiará el destino de la comarca con el descubrimiento de la plata de Almagrera. Dice de la villa que es un pueblo labrador “de mucho rumbo y riqueza”, con una vega feraz cuyo riego es posible gracias a la “copiosísima” fuente de Overa. Tanta consideración y aprecio tienen sus hortalizas que abastecen a Madrid con sus habichuelas tiernas y pimientos, “y surte de verdura a Lorca, Baza y demás pueblos a 15 leguas a la redonda”. También le sorprende su agroindustria harinera, con 12 molinos hidráulicos adonde vienen a moler “todos los de Vera, casi todos los de Mojácar, Águilas y Almazarrón y aun los de Lorca vinieron cuando cayó el pantano” [en 1802].



Se hace eco del contrabando de plomo, una actividad muy extendida y que ocupa a una legión de rabotes y patanos. Corren aún los tiempos del estanco de la Corona sobre las explotaciones mineras; nada podía extraerse del subsuelo sin la licencia y consentimiento real. Pero el alcohol o galena resultaba una piedra muy preciada, demandada por las decenas de alfarerías ubicadas en la Axarquía y comarcas limítrofes para el vidriado de sus cerámicas, por lo que no era fácil resistirse para quienes deambulaban por aquellas sierras en las que abundaban reducidos minados de donde extraerlo no suponía dificultad alguna. Pero estos contrabandistas de poca monta convivían en el país con bandas bien organizadas que se dedicaban a introducir tabaco y otros productos al margen de la Real Hacienda, negocio muy lucrativo del que Clemente fue testigo de excepción: “Ahora mismo veíamos frente a este Pozo [del Esparto] dos barcos que descargan tabaco a sabor y a la vista del Castillo y Torre [de Terreros], sin que se oponga nada a la flema y descaro con que lo están haciendo días ha y lo han hecho siempre. Pues se juntan a veces hasta 300 contrabandistas de La Mancha, Córdoba y del País más inmediato que apostan espías en la Sierra de Montroy [Almagrera] y otras vecinas, de modo que es dificultosísimo seguirles el alcance aún en caso de que huyan o marchen. Además, los barcos suelen hacer lo que días pasados estos dos, que es desembarcar gente armada para auxiliar a los contrabandistas, pues ellos van ahora en corso y salen a pillar de paso el buque enemigo que ven a tiro. Rara vez traen ropa, además de tabaco”.



Otras apreciaciones del botánico no dejan a nadie indiferente, y no por aparentemente ingenuas resultan menos crueles. De este modo, si por un lado alude a la fama de haraganes de los de Vera, refiere la notabilidad de que en Cuevas haya siete tontos “y dicen que poco ha llegaban hasta trece”, anomalía que atribuyen los locales a que las mujeres embarazadas no solían “reparar en entrar a bañarse, –y ahora viene lo mejor– más el Médico lo atribuye a los alimentos groseros, porque en tierras de pocos tontos se bañan también”. Y no cesó en sus contraposiciones entre los habitantes de uno y otro lugar, al recoger que Vera tiene pocos clérigos y frailes, al contrario de Cuevas donde hay muchísimos. O cuando afirma, como consecuencia de su atenta observación: “Cuevas no tiene piso tan igual ni tan llano, ni tan buenas calles como Vera, pero sí casas más altas”.


En fin, el tránsito de Simón de Rojas por nuestra geografía cuando el XIX aún alboreaba, su avezada observación y los datos que cosecha de sus informantes, nos acercan a la época con una frescura desprovista de cualquier afectación o intento de interpretación, aunque en ocasiones haga juicios de valor o critique la desidia de unos pueblos incapaces de progresar por no saber aprovechar los recursos que la providencia les ha brindado, consideraciones muy propias del pensamiento ilustrado aún imperante.


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