El abuelo de Garrucha que fue navegante

Manuel León

Pedro Soler Rodríguez- Tendero, chófer, empleado de aguas

  • La Voz
Se le podía ver a diario a Perico el Sierro, con su camiseta de tirantes y su gorrada calada, en la puerta de su casa pequeña, junto a la calle Joaquín Escobar de Garrucha. Allí estaba hasta hace unas tardes este viejo garruchero, que se acaba de ir con 91 abriles cumplidos, hablando con su acento levantino, con su retranca maromera, con su garganta gastada, contando historias de muelles y puertos de todos los rincones. Parecía oler siempre Perico a salitre y a estopa, parecía tener siempre una gaviota posada en el hombro y aunque sus brazos ya no eran tan fuertes, quedaban reductos del estibador que fue cargando faluchos en tiempos del charlestón. Con Pedro Soler Rodríguez, de la quinta de 1923, garruchero de postín, nacido en este viejo pueblo de sadineros y marengos, se va un torrente de memoria, un río de sabiduría popular de la remota Garrucha de nuestros abuelos. Quienes disfrutaron de su erudición popular saben que Perico era así. No había una familia, un forastero, un comercio, una tasca de la que Perico el Sierro no te diera el santo y seña. Era de la estirpe de Juan Gerez, de Paula Galindo, de Antonio el Sereno. De pequeño, en la Garrucha de la República, fue a la escuela de la Graduada con don Juan Siles y don Bienvenido Mesa. Después, Perico, se colocó de mozo en el tienda de Ultramarinos de Antonio Casanova Amat, en la calle Mayor, cuando por allí pasaban aún los coches de caballos, los cabreros repartiendo leche y venía el peatón de Mojácar a por la correspondencia. Barría la tienda y hacía los recados de la Casa de Banca. Después echó un tiempo sirviendo copas de aguardiente en La Campana de Sebastián Carmona. Cuando terminó la Guerra, con más hambre que Carpanta, ayudaba lavando el pescado del palangre en la tina a cambio de un puñado de boquerones. Se fue un tiempo a Palma de Mallorca y aprendió mecánica. De vuelta se colocó en el taller de Bartolomé el de Las Herrerías y se dedicaba a arreglar los motorcillos de los barcos. Hasta que lo fichó su compadre Agapito para la Casa Fuentes. Entró de chófer de José Sánchez-Sicilia y limpiaba y enceraba los vehículos de esta familia de industriales que se dedicaba a la venta de esparto. Se ponía al volante, el Sierro, de un Ford azul que guardaba en la calle Corneta y un Fiat rojo descapotable con el que llevaba y traía a la familia desde Garrucha al Cortijo Morata y a las corridas de toros en Vera. Como sobresueldo, este dinámico garruchero se dedicaba también a llevar las alpacas de esparto desde el almacén de Los Fuentes hasta el Puerto. Ganaba en total 30 duros. Comprobaba como los marineros de los faluchos que anclaban en Garrucha ganaban 300 pesetas y cuando se casó no se lo pensó y se fue de navegante, como su padre que nunca volvió. Consiguió recomendación de los Garrigues, que veraneaban en La Marina, a cambio de varios conejos y muchas docenas de huevos de su madre. Embarcó en Avilés, en el Maria Cristina, rumbo a la prospera América, con un contrato de tres meses. De allí pasó a Cuba, a cargar carbón cerca de la base naval de Guantánamo, para la Ensidesa española. Muchas de las primeras plumas doradas y transistores de bolsillo que llegaron al pueblo lo hicieron por encargo en el petate de navegante de Perico. Fue carbonero, engrasador, maquinista, surcó mares de Puerto Rico, Argentina, Uruguay Holanda, Congo, Suráfrica, Marruecos y Guinea a bordo de petroleros como el Durango, el Manucho, nombres míticos de la historia de la navegación española, con trigo, cebada y sal en el vientre de la nao. La primera vez que volvió de permiso, tras 22 meses por esos mares, su hijo ya había nacido. Así estuvo catorce años, hasta que se cansó del viento y de dormir en litera. Volvió a su pueblo y se colocó de encargado del agua de Saetías, sustituyendo a su cuñado Bartolo. Ahí se jubiló este lobo de mar de vida trepidante, que surcó los cinco continentes y terminó contando historias antiguas de su pueblo, sentando en una silla de anea, a todo aquel que quisiera oir su voz áspera por tanto tabaco consumido en cubierta .